La palabra imaginada (40): Poemas recién publicados

Diosa fumando cigarrillos Salem Aunque tuve un largo aprendizaje de humo, por mucho que quise no he conseguido imitar tu postura. Nunca tendré los ojos azules, ni seré delgada, morena, con hombros de perfecta redondez, con clavícula mostrándose elegantemente bajo el escote halter del vestido de verano. Ni siquiera me atreví con ese escote, ni siquiera habrá veranos en un jardín de los 60. No alcanzo a colocar el antebrazo así, con la mano distraída apenas sujetando el pitillo entre el corazón y el índice. Hasta tu manera de dejar caer la ceniza marca el gesto inconfundible de una divinidad a la que le sobra el tiempo o el espacio y sus impedimentos. Nunca naceré el 9 de noviembre ni tomaré pastillas preciosas, indispensables para escribir un poema provocador y crudo. Tampoco beberé la medida de whisky precisa para enronquecer la voz y seducir levantando con lentitud la mirada. En mi casa no conviven el tormento, la tentación de morir con estas cortinas pasivas, disecadas. Hace tanto calor, tanta pesadez inconsistente. Por eso no leeré Menstruation at Forty con un favorecedor vestido oscuro, por supuesto con el cigarrillo en la mano, deteniéndome en el segundo verso porque ladra nuestro perrito. Jamás me quiso un perrito y hace tiempo que olvidé la sangre. Y no aparentaré que sé llegar al final del poema sin sonreír, simulando la distancia infinita de las diosas, pausando la lectura por dar otra calada. Kintsugi en Gaza Estábamos hechos de loza finísima; si nos poníamos al trasluz un leve perfil aparecía en nuestras pieles, era la preciosa señal de la fragilidad, el arduo vivir. Hasta que nos tiraron al suelo, hasta que, derramados, conocimos el peligroso modo de los escarabajos. Nos hicimos añicos, brazos, quebradas piernas, bultos de dolor. Pero más tarde, casi mágica- mente, fuimos recomponiendo nuestras ruinas de cuerpos: hilos de resina dorada restañaban los trozos; abrazábamos cada una de nuestras partes, las revivíamos, besábamos sus áureos bordes y volvíamos a contener el líquido de sed, la carne hambrienta. Algunos no pudieron: demasiadas astillas, pechos desmenuzados, maxilares sin dientes. Y bebimos por ellos antes de volver a morir bajo las bombas.