Queridos, amados desiertos

Desde hace un par de meses vuelvo a vivir sola en una casa que también hace las veces de taller, con lo que puedo abandonarme, como al principio de todo, al placer de pintar por pintar, de leer por leer, de mirar por mirar. Vivo en una pequeña casa junto al mar. Es una casa con un patio modesto lleno de plantas que llevan, para mi sorpresa, un año creciendo en volumen, en color y en direcciones que nunca habría adivinado. Hace justo un año el ajenjo moruno era una bolita, pero ahora mide poco más de un metro y tiene unos largos brazos que se mecen con el viento. Los cinco brotes de jazmín de leche que até a cuatro alambres se han enredado sobre el muro haciendo un garabato y acaban de abrirse cientos de florecillas blancas. El naranjo promete seis frutos que seguramente serán ácidos, y la begonia nenúfar, una masa-coliflor que le robé a mi madre, ha estallado en un sinfín de flores rosa eléctrico que –como cuando vi en directo la pintura de Suzanne Valadon y amé el amarillo que tanto había detestado– ha hecho que sume el rosa a mi paleta. Cuando fantaseaba con quedarme sola en esta casa y miraba el patio, pensaba en los conejos de Durero, en los dibujos de aves y ramitas de André Racz, en la poderosa Rosa Bonheur enfundada en sus pantalones cuando era impensable que una mujer los vistiera, en la Bonheur con los pinceles en la boca, rodeada de leones y de vacas. Y fantaseando, yo agrandaba mentalmente el espacio, plantaba palmas datileras, y pinos, y construía una pequeña charca para introducir las piernas en el barro y pintar del natural , para observar de cerca las tonalidades del paisaje y convertirlas en pintura en mi paleta. En el patio real, sin charca y con plantas en macetas, hay un roedor. Cuando muerde algún tallo le caen encima florecitas blancas. En casa también vive una cachorra de braco de Weimar. Suelto a la perra, que ya pesa diez kilos, para ver si ahuyenta al bicho, aunque agradecería ser como John Berger y salir a dibujar lo que espero que sea un ratón y no una rata antes de capturarlo para devolverlo al campo. Vivo en lo que habría sido mi sitio soñado para entregarme al tiempo lento, al no hacer nada, a ese hedonismo que quienes nacimos cerca de lagunas costeras de agua salada, cañaverales y chatarrerías, conocimos de primera mano en nuestra juventud, y que, sin embargo, la vida nos fue arrebatando poco a poco. La cachorra se llama Chile y le está quitando a esta paz anhelada algo de tiempo y algo de silencio. Mis brazos son otros desde que vive conmigo, parecen una tela llena de manchas pardas y ocres, de líneas carmines y rojas. También son más fuertes. La cachorra es gris, pero se le escapa el rosa por la comisura de la boca , por las orejas, por los lagrimales, por todas las zonas húmedas que brillan como las flores de la begonia nenúfar y que compiten en belleza con el pelaje aterciopelado. La perra gris con zonas que van del rojo más puro a un rosa apagado, me hace pensar en un desierto lleno de flores. Sus ojos son del azul meloso que imagino en el cielo diurno de San Pedro de Atacama, un lugar que deseo conocer desde hace años. Imagino el desierto y me sobrevienen las imágenes de Patricio Guzmán y su botón de nácar, la caravana de la muerte, la materia en las pinturas de Georgia O’Keeffe, las tierras y los blancos de los bodegones de Morandi, la mugre en las uñas de las pinturas de Ribera, los empastes de Vanessa Bell, la cara del Menipo de Velázquez –un mendigo–, los colores chillones de los vestidos de la Fiesta de la Virgen de la Candelaria y una promesa que me hizo en mi juventud un astrónomo alemán que se parecía a Christopher Reeve. Cuando el alemán abandonaba el observatorio y venía a Santiago a buscarme, mis compañeras de taller gritaban, “¡Por ahí llega Supermán!”, y decían “qué mino ”, y se reían. Supermán me asustó con sus planes, su atención exagerada y su enorme piso en la zona alta de la ciudad, muy blanco, como de película de Kubrick, y muy alto, pegado a la cordillera nevada, con unas vistas que no sabía que pudieran entrar en ninguna casa, y nunca llegué a visitar el desierto para ver con él las estrellas. Si pienso en Atacama todo es oscuro . Todo son grises, ocres y tierras. Todo es noche. Viento. Y sal. Y flores. San Pedro de Atacama es uno de los lugares más secos y altos de la Tierra, pero, aun así, algunas primaveras, el desierto amanece florido con cerca de doscientas especies, y la tierra gris se cubre de violetas, de ocres, de blancos, de rosas eléctricos. Orejas de zorro, patas de guanaco, garras de león. En el Salar de Tara, los monjes de la Pacana se levantan solitarios en medio de la nada, imponentes ante la viajera que cree estar viendo moais pascueros, gigantes bloques de piedra que el tiempo y el viento han modelado en un desierto inmenso que, en palabras de Raúl Zurita, se tiende frente a los Andes y una no puede más que amarlo. Moais y zorros, y también en Atacama los camélidos más pequeños que existen, las vicuñas beis y blancas. Queridos, amados desiertos, escribía el poeta. Quién podría la enorme dignidad del desierto / de Atacama como un pájaro se eleva sobre / los cielos apenas empujado por el viento . Encontré el libro El amor de Chile en una edición forrada en cuero rojo con reproducciones de las fotografías de Renato Srepel en blanco y negro en una librería de viejo de la calle Merced, el lugar donde viví la primera vez que estuve en Santiago de Chile. Qué extraño es ver en escala de grises un lugar que es un festín cromático para cualquier ojo entrenado. He buscado el desierto de Atacama en las sombras de Jordania, en el polvo de Egipto, en la austeridad de los Monegros, en Islandia y en la ribera palestina del río Jordán. Lo tuve de nuevo cerca cuando viajé a Chile por tercera o cuarta vez, pero tampoco llegué a visitarlo en aquella ocasión. Antes de reunirme con la amiga de la facultad con quien viajaba quise hacer de nuevo el trayecto que une el campus de Lo Contador y Providencia. Quería caminar por las aceras altas de mi época universitaria, cruzar el Mapocho, meterme de lleno en el barullo del centro de Santiago. Paré en una cafetería para seguir con el ritual: pedir un zumo de chirimoya en honor a todas las resacas del decenio anterior. Mientras saboreaba el dulcísimo jugo la tierra empezó a temblar. Me gusta ver cómo, mientras parece que nada suceda, los líquidos de los vasos bailan al son de algo oscuro y mágico. Pero en aquella ocasión el temblor no cesaba. Mientras los chilenos no hagan nada, tranquila, pensé. No va a pasar nada. En Chile nunca pasa nada. Los edificios son como palmeras que se mecen elegantes con el viento. Pero el temblor se intensificaba y la gente de la cafetería empezó a alterarse. Yo sabía que lo que tenía que hacer era resguardarme debajo de una mesa o en el quicio de una puerta, pero salí a la calle. Los cables y los postes se movían al ritmo de las sacudidas, parecía que las vallas publicitarias iban a desprenderse en cualquier momento, y yo, que estaba mirando a un cielo que se me venía encima, pensé que iba a morir y en un momento lleno de solemnidad sentí que tenía que decir mis últimas palabras . Con los dedos temblando tecleé un mensaje –“me muero, me muero”- y pulsé enviar. Pensaba que mi cuerpo acabaría entre los escombros de los edificios que no dejaban de oscilar de un lado a otro, amenazantes. Recibió el mensaje una persona que estaba en Argentina y con la que había estado hablando bastante, porque llevábamos unos días intentando arreglar un encuentro a uno o al otro lado de la cordillera. El temblor duró tres minutos, empezó a las 19:54 y fue causado por una ruptura de placas del fondo oceánico frente a la costa de Illapel con epicentro ubicado 37 kilómetros al norte de los Vilos, una profundidad de 23 km y una magnitud de 8.4 en escala de Richter. Cuando pasó todo me sentí pequeña y poderosa, ridícula con el móvil en la mano . Mi interlocutor opinó que estaba siendo un poco exagerada. Él, desde Buenos Aires, en tierra firme, a las 19:53 había tecleado tengo ganas de verte, y yo le respondía minutos más tarde, y sin poder leer nada, que seguía muriéndome. Se mueven las ramitas de la begonia nenúfar de mi patio. En San Pedro de Atacama habitan vizcachas de montaña, ratones andinos, ratones orejudos, yacas del norte. Estas últimas parecen chinchillas, tienen las orejas grandes y los ojos maquillados como los de mi madre. Hace justo un mes, la Municipalidad informaba a sus vecinos de la presencia de roedores invasores de impacto negativo: ratas negras con grandes orejas y hocicos puntiagudos, guarenes que comen pollos y lagartijas, lauchas que roen madera y pueden parir hasta ciento veinte crías al año y ratas polinésicas. Hace días que no veo al roedor mediterráneo, parece que solo estemos el viento, Chile y yo. La cachorra se pasea por el patio. Olisquea aquí y allá, muerde algún tallo, ladra a una lagartija. Yo preparo telas en el pequeño taller. Cubro la superficie de lino con una capa muy fina de pintura terrosa y empasto con blancos y con azules de Prusia rebajados con ocre. Cuando seque, seguiré trabajando la tela con capas muy finas de pintura casi transparente. Imagino huesos y flores de sal. Tierras rojas como lenguas de fuego, mantos rosados y ocres, orejas de zorro, patas de guanaco, garras de león, puntos brillantes sobre la arena gris. Imagino el desierto y me abandono , como al principio de todo, al placer de pintar por pintar. Claro: este es el Desierto de Atacama buena cosa no valía ni tres chauchas llegar allí y no has visto el Desierto de Atacama –oye: lo viste allá cierto? bueno si no lo has visto anda de una vez y no me jodas (Raúl Zurita) *Paula Bonet es pintora y escritora. Su último libro ilustrado es ‘El año que nevó en Valencia’, de Rafael Chirbes (Anagrama, 2025).