Huyendo de las reformas, los cuadros del Hospital de la Caridad han huido al Bellas Artes de Sevilla. El asilo va para largo: hasta comienzos de junio de 2026 puede visitarse Arte y Misericordia . La Santa Caridad de Sevilla , una exposición que reúne diecisiete obras provenientes de la iglesia de San Jorge de la citada hermandad, realizadas por autores tan notables como Murillo, Duque Cornejo, Valdés Leal o Pedro Roldán. La muestra trata de reproducir el discurso estético y espiritual (propagandístico) que ideó Miguel de Mañara para el templo de la corporación sevillana: en la entrada, las postrimerías (el mundo es vanidad, la muerte iguala a todos, etcétera); en la nave, ilustraciones evangélicas de la virtud de la caridad ; en el retablo, ángeles portalámparas, un san Jorge (advocación a la que se dedica esa iglesia), un san Roque (patrón de los menesterosos y los enfermos), un ecce homo y una mater amabilis , que es como se llaman esas vírgenes que sonríen un poquitín. Miguel de Mañara tuvo una de esas biografías de la Contrarreforma: la del noble potentado que, tras un encontronazo con la aridez de la existencia (en su caso, la muerte de su esposa) se entrega a la vida espiritual y a la mortificación. El caso, ya les digo, no es original. Un siglo antes, por ejemplo, le había ocurrido algo semejante al duque de Gandía, Francisco de Borja, que al ver el cadáver de la emperatriz Isabel se dijo aquello de «nunca más servir a señor que se me pueda morir» y pidió el ingreso en los jesuitas. Los conversos son tipos entusiastas, y desean recuperar el tiempo perdido para ganarse el cielo . Mañara se propuso reformar la hermandad de la Caridad no solo aumentando el aforo de su hospital; también, nutriéndola de un programa estético-pedagógico que llevase a otros a la revelación que él había tenido. Felizmente, el barroco estaba en su efervescencia y la despensa de los artistas estaba repleta de recursos con los que conmover a la concurrencia: esqueletos a punto de apagarnos las luces, santos con poses afectadas, obispos y nobles pudriéndose en sus ataúdes (como si fuera lo mismo morirse después de ser marqués que de ser labriego), contrapostos y claroscuros para impresionar al respetable. La teatralidad barroca vence por acumulación: el espectador cae rendido al verse rodeado por la afectada imaginería, la arquitectura alambicada, los retablos desbordantes y una pintura teatrera. La exposición, claro, no puede replicar la misma estrategia, así que sus autores (en la documentación no figura ningún comisario, diseñador o similar) han optado por un montaje neutro (paredes grises, apenas algún muro exento para romper la monotonía rectangular de la sala y un par de peanas). En fin, que más que en una exposición, las obras parece que están en depósito. Conste, es estupendo poder contemplar de cerca los lienzos de Valdés Leal, las delicadas grisallas con las que Murillo expande la profundidad del fondo de La multiplicación de los panes y los peces o el estofado de la armadura del san Jorge de Pedro Roldán. En su ubicación habitual, todas esas piezas quedan lejos del visitante, que no puede engolosinarse con sus minucias. Más allá, Arte y Misericordia es una exposición perezosa, que se contenta con distribuir sin mayores complicaciones sus obras por la escueta sala de exposiciones temporales del museo. Ignoro si habría sido posible reunir para la ocasión los cuatro murillos que nos sisó el mariscal Soult durante la francesada y quisiera evitar esa enojosa querencia que tienen los críticos por rehacer las exposiciones en sus artículos. Pero tras darse de codazos con el público que atesta la muestra, uno sale con la impresión de haber presenciado una oportunidad perdida: la de ofrecer algo más que un acercamiento (en el sentido literal del término) a unas obras bien conocidas por sus espectadores. Terminada la visita, aproveché para recorrer la colección permanente. Bajo cada Zurbarán, Ribera o Pacheco, una cartelita informa de qué convento fue desamortizado el cuadro. Como sé lo que «han perdido» las obras de la Caridad al ser desplazadas, porque he visitado esa iglesia una docena de veces, anduve fantaseando con cuánto habrían perdido esas pinturas formidables de las que, afortunadamente, podía disfrutar perfectamente iluminadas y a la altura de mis ojos en vez de en las alturas del refectorio de la Cartuja, donde, seguramente, ningún monje me dejaría curiosear.