Pocas historias ilustran tan bien los excesos y rigideces de las monarquías absolutas como la muerte del rey Felipe III de España en 1621. Un hombre que, a sus 43 años, no murió en una batalla, ni de peste, ni siquiera de alguna dolencia sin remedio en la época. Murió, literalmente, por culpa del protocolo. Sí, el mismo conjunto de normas ceremoniales que debía garantizar el orden y el respeto en la corte terminó sellando su destino de la manera más absurda posible. Todo comenzó de manera bastante inofensiva: una tarde cualquiera en el invierno madrileño, el sol empezó a calentar con fuerza los aposentos del monarca. Felipe III se encontraba en su lecho, recuperándose de una ligera indisposición. Alguien, con buena intención, encendió un brasero en la estancia para calentar la habitación. Hasta ahí, nada raro. Pero cuando el sol comenzó a colarse por las ventanas con más fuerza de la esperada, la habitación se volvió sofocante. Y aquí es donde el absurdo entra en escena: el rey, por las normas de la corte, no podía ser tocado ni asistido por nadie que no tuviera el rango adecuado. Solo el sumiller de corps, un alto cargo responsable del bienestar personal del rey, podía dar la orden de retirar el brasero. Ese día, el sumiller de corps no estaba presente. Nadie más tenía la autoridad de ordenar que se retirara el brasero. Nadie. Ni los médicos, ni los sirvientes, ni siquiera los familiares. Y como el protocolo debía cumplirse a rajatabla —porque saltárselo era impensable—, el rey quedó atrapado en una habitación asfixiante durante horas, sin que nadie se atreviera a mover un dedo. El resultado fue fatal: Felipe III sufrió un golpe de calor, y su estado se agravó hasta llevarlo a la muerte pocos días después. Todo porque los engranajes del protocolo eran más importantes que la vida del propio monarca. Irónicamente, un rey absoluto, amo de medio mundo, incapaz de ordenar que se apagara un brasero. Lo más increíble de esta historia es que no fue un caso aislado. Las cortes reales, obsesionadas con la jerarquía y el simbolismo, acumulan una larga lista de normas que, vistas hoy, rayan lo ridículo. Por ejemplo, en la corte de Luis XIV, el famoso "Rey Sol" de Francia, existía una ceremonia diaria para ponerle y quitarle las medias al monarca. Solo ciertos nobles con títulos específicos podían participar en ese ritual, como si fueran parte de una función de teatro. Y si alguno de ellos no estaba presente, se debía esperar, aunque el rey ya estuviera despierto y listo para vestirse. En Inglaterra, durante siglos, los sirvientes del rey tenían prohibido darle la espalda. Esto obligaba a los pobres asistentes a caminar hacia atrás cada vez que se retiraban de una sala real, lo que provocó más de una caída, especialmente en escaleras. Todo por evitar la ofensa de mostrarle la espalda al soberano. En la Rusia zarista, el protocolo dictaba incluso el número de pasos que alguien debía dar al entrar en presencia del zar, el ángulo exacto de la reverencia, e incluso cómo debía sostenerse una copa si se brindaba con él. Cualquier desviación podía entenderse como una falta de respeto... o una amenaza. Incluso hoy, aunque los protocolos se han suavizado, algunos rituales persisten. La reina Isabel II, por ejemplo, tenía normas muy claras sobre cómo debía saludársela, cómo dirigirse a ella y en qué orden debían sentarse los comensales en una cena real. En su funeral, hasta el movimiento de cada escolta fue coreografiado al milímetro. Cuando la etiqueta se impone a la lógica La muerte de Felipe III no solo refleja la rigidez de su época, sino que también nos deja una lección sobre cómo las estructuras de poder, cuando se obsesionan con el simbolismo y la apariencia, pueden volverse absurdas hasta el punto de la tragedia. Hoy nos reímos de estas anécdotas, pero también conviene preguntarnos cuántas decisiones modernas siguen atrapadas por formalismos innecesarios. En el caso de Felipe III, el calor de un simple brasero, sumado a la inacción de una corte encorsetada, fue suficiente para acabar con un rey. Y aunque el fuego se apagó después, el protocolo quedó quemado para siempre por una de las muertes más insólitas de la historia.