En pleno siglo XV, el Principado de Cataluña vivía uno de los periodos más convulsos de su historia. Hartos de los abusos, el autoritarismo y las guerras internas provocadas por Juan II de Aragón, los catalanes llegaron a tomar una decisión que hoy parece impensable: ofrecer la corona del Principado al mismísimo rey de Castilla, Enrique IV. Sí, en 1462, Cataluña estuvo a punto de convertirse en territorio castellano… pero una intriga digna de novela política medieval lo frustró todo. Esta es la historia de cómo el sueño catalán de librarse del yugo aragonés acabó traicionado desde dentro, en uno de los capítulos más surrealistas de la historia peninsular. El hartazgo con Juan II: un rey al que nadie quería Juan II de Aragón, también conocido como “el sin fe”, no era precisamente popular en Cataluña. Había accedido al trono tras una serie de conflictos dinásticos, y su forma de gobernar pronto desató tensiones con las instituciones catalanas. Ignoró las leyes locales, manipuló las Cortes y se enfrentó brutalmente con la Generalitat. El punto de ruptura llegó cuando encarceló a su propio hijo, Carlos de Viana, un príncipe querido por el pueblo catalán, y más tarde lo dejó morir en extrañas circunstancias. Este acto desató una guerra civil abierta entre el rey y las instituciones catalanas. Cataluña, en busca de un monarca legítimo y, sobre todo, más respetuoso con sus fueros y libertades, decidió hacer lo impensable: ofrecer la corona del Principado a otro rey. Y el elegido fue Enrique IV de Castilla, apodado “el Impotente”, aunque en aquel momento aún era visto como una figura capaz de equilibrar la balanza política peninsular. Enrique IV, el rey que dudó La oferta llegó a la corte de Enrique IV en 1462, y al principio el rey castellano pareció interesarse. Ser reconocido como soberano de Cataluña suponía un golpe diplomático contra su eterno rival, la Corona de Aragón, y una expansión territorial importante. Además, en plena crisis interna castellana, con la nobleza díscola y las arcas vacías, un apoyo catalán parecía atractivo. Enrique envió emisarios a Barcelona para cerrar el acuerdo y tomar posesión simbólica del Principado. Pero lo que nadie en Castilla sabía —ni siquiera el propio rey— era que aquellos enviados tenían su propia agenda. Lejos de actuar como simples embajadores, iniciaron negociaciones secretas con Juan II, el enemigo directo de su monarca. Los enviados castellanos, que debían representar los intereses de Enrique IV, acabaron pactando con Juan II a espaldas del rey. Su motivación era doble: por un lado, algunos tenían simpatía por el aragonés; por otro, veían con desconfianza la anexión de Cataluña y temían que arrastrara a Castilla a una guerra larga y costosa. Así, mientras en Barcelona se celebraba la supuesta coronación simbólica de Enrique IV como conde de Barcelona, sus propios representantes estaban cerrando un acuerdo con Juan II para sabotear cualquier consolidación real del poder castellano en Cataluña. La situación se volvió tan absurda que el propio Enrique, al enterarse de la traición, no solo no reaccionó, sino que permitió que el tema se diluyera. Algunos historiadores creen que, en el fondo, el rey nunca estuvo convencido del todo y que usó la traición como excusa para retirarse sin perder la honra. Ante el caos, Cataluña buscó un tercer árbitro: Luis XI de Francia, que en principio actuaba como mediador, pero que pronto vio la oportunidad de pescar en río revuelto. Luis XI aceptó intervenir en el conflicto catalano-aragonés y ofreció su “ayuda” para resolver el problema. Pero como buen político, Luis XI tenía una idea clara: evitar una Cataluña fuerte y autónoma, y menos aún una Cataluña en manos castellanas. Así, tras jugar a dos bandas durante años, acabó retirando su apoyo a los catalanes y dejó el camino libre a Juan II, que finalmente recuperó el control del Principado. La historia no se construye con “y si...”, pero este caso merece una excepción. Si Enrique IV hubiera aceptado realmente la corona catalana y Cataluña hubiese pasado a formar parte de Castilla en 1462, el mapa político peninsular podría haber cambiado por completo. Primero, la unión entre Castilla y Aragón que más tarde lograrían Isabel y Fernando probablemente nunca habría sucedido. Es posible que Isabel, al heredar Castilla, no se hubiese casado con Fernando de Aragón, su primo y heredero aragonés, ya que este vínculo habría perdido sentido geopolítico si Cataluña ya formaba parte del otro bloque. En ese contexto, la unión de España tal como la conocemos —la famosa “unidad de los Reyes Católicos”— no se habría dado en los mismos términos, ni en el mismo momento. Habríamos tenido una Castilla aún más poderosa, unida al Mediterráneo a través de Cataluña, lo que podría haber acelerado su expansión comercial, naval y militar en el Mediterráneo, desplazando incluso el foco del descubrimiento de América hacia el Levante peninsular. Por otro lado, Aragón se habría visto debilitado territorial y políticamente, reducida a Valencia y a sus posesiones italianas, en un momento en que la lucha por el control del Mediterráneo era feroz. Cataluña, dentro de Castilla, habría vivido una adaptación muy compleja a las estructuras castellanas, probablemente enfrentándose a nuevos conflictos para mantener sus instituciones, pero con más influencia en la política peninsular. ¿Habría habido independencia catalana siglos después? ¿Habría surgido una identidad catalana más castellana, o por el contrario, más resistente? Son preguntas abiertas, pero lo que está claro es que aquel momento fue una bifurcación real de la historia. Y, como en tantas ocasiones, fue la política de pasillos, las intrigas de palacio y las lealtades dudosas las que cerraron esa posibilidad antes de que siquiera despegara.