Los turistas no son el problema. Uno viaja allí donde encuentra un buen sitio para dormir y adonde le dan bien de comer. Que el árbol no nos impida ver el bosque. Cuando uno ve cómo las preciosas colinas que rodean Moraira y Xàbia han sido esquilmadas para construir chalets con piscina, cómo las casas con vistas al mar en Gran Alacant han devorado la montaña del Faro de Santa Pola y cómo las villas se extienden sin fin en Torrevieja y Orihuela Costa, uno se da cuenta de que los mejores lugares de nuestro territorio han sido puestos en bandeja a los extranjeros (y también españoles) que quieren jubilarse al sol o escaparse de vez en cuando a nuestro clima. ¿Nos hemos beneficiado todos por igual de la fiebre inmobiliaria? Me temo que no. Sólo algunos promotores y constructores han sacado rédito, a los que se han unido inversores en busca de rentabilidad; y algunos ayuntamientos del litoral han hecho caja. En esta provincia hay un abismo entre los pueblos de costa y del interior. Para los que vivimos y trabajamos aquí no hay casas suficientes, y si las hay es a costa de endeudarnos de por vida o pagar alquileres desorbitados a propietarios que creen tener una mina de oro en forma de piso de 80 metros cuadrados. Ahora, la colonización ha llegado al centro de Alicante y han saltado las alarmas. El expolio sigue su curso. La política sirve para limitar la avaricia de algunos, pero nuestros gobernantes nos han fallado. Alicante podría ser una historia de éxito: una economía del conocimiento que apoye a empresas innovadoras y de valor añadido y ofrezca sueldos altos y bienestar. Mirar más a Múnich, Cambridge o Mondragón y menos a Marbella.