De William Shakespeare se conocen dos retratos y una estatua, si bien ninguno da cuenta de su verdadera fisonomía, al menos no como pude observar en un par de bocetos inéditos, que poca gente ha visto, probablemente apócrifos, hallados en un pequeño castillo localizado en las afueras de la capital escocesa, Edimburgo.Voy a la Galería Nacional del Retrato en Londres a fin de cotejar dichos bocetos, trazados por el dueño de dicho castillo en el siglo XVII, el peculiar poeta e inventorWilliam Drummond de Hawthornden, contemporáneo de Christopher Marlowe, Ben Jonson y el mismo Shakespeare, a quienes conoció en esta ciudad, quizás en La Sirenita, taberna frecuentada por el primero, a veces por el segundo y muy rara vez por el tercero.Me detengo frente al cuadro conocido como “retrato de Chandos”, nombre de la familia que en 1747 lo compró y conservó, 131 años después de la muerte del susodicho dramaturgo. Puesto que fue pintado alrededor de 1610, tiene la virtud de haberse realizado mientras Shakespeare vivía, aunque algunos dudan de la fidelidad en cuanto a los rasgos físicos (el mentón, los ojos) y ornamentos que lo acompañan, por ejemplo, la argolla en una oreja, muy adecuada para cumplir con el clisé, promovido desde entonces, del “intelectual rebelde y bohemio”, cosa que el poeta de Stratford nunca fue.En cambio los bocetos de William Drummond muestran el perfil de un empresario común y corriente, a quien es factible que lo haya encontrado no en la taberna, sino más bien en el teatro El Globo, junto al Támesis. Atrae la atención la mirada de Shakespeare en ambos dibujos a tinta, pues resulta particularmente aguda, emanada de unos ojos grandes que, no obstante, denotan cierta desazón, quizás el agobio del empresario teatral que contempla el río no para claudicar y sumergirse, sino para extraer ideas que le valgan funciones llenas.Otro retrato conocido corresponde a un grabado de Martin Droeshut, impreso en el frontispicio del Primer Folio, legajo publicado en 1623 que incluye 36 obras de Shakespeare reunidas por los actores John Heminge y Henry Condell. Dicho grabado, así como la estatua que se encuentra en Stratford, fueron llevadas a cabo varios años después de la muerte del dramaturgo siguiendo el consejo de algunas personas que lo conocieron. ¿Quién fue? ¿Existió en realidad? ¿Es el seudónimo usado por varias personas? La suspicacia no cede. Hace algunos años Dan Falk ironizó en su libro intitulado The Science of Shakespeare: “¿Podría el verdadero William Shakespeare dar un paso al frente?”Ahora estoy de nuevo en el castillo que alguna vez fue propiedad de William Drummond; se localiza en las dulces colinas de Midlothian, a unos cuarenta minutos de Edimburgo en autobús. Desde hace algunas décadas se destina a los estudios literarios de Escocia y del mundo. Su lema es: Ut honesto otio quiesceret (En honesto ocio procederemos). Seis veces al año, escritores invitados pueden venir a continuar sus trabajos durante un mes y disfrutar del ocio creativo sin internet, teléfonos móviles, entretenimiento sonoro ni visual, excepto el del bosque subyugante que engalana el sitio y los libros que conservan sus bibliotecas, entre ellos los de algunas mexicanas y mexicanos que me he propuesto donar al acervo en cuatro ocasiones, pues he tenido la suerte de haber sido invitado tres veces (considerando que esto no puede suceder antes de cinco años), más la gira a propósito del Año de Shakespeare en 2016 que incluyó actividades en Edimburgo.Vuelvo a mirar los bocetos de Shakespeare. William Drummond, quien tenía fama de ser inigualable anfitrión y poseía una de las bibliotecas más vastas, curiosas y selectas de las islas, invitó a Ben Jonson y al mismo Shakespeare a pasar unos días aquí. Este último no pudo venir porque falleció, pero Jonson sí. Cercano al rey Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, cuya lengua materna era el escocés, pues era hijo de la trágica y famosa María, Reina de los Escoceses, fue instruido para que recopilara relatos y poesía del folklore de las tierras ancestrales. Jonson se entusiasmó, ya que su propio padre había reivindicado raíces familiares en la Terra Alba.Propenso a sorprender a su público, Jonson anunció que iría caminando, nada de caballos y carruajes. Así, la madrugada del 8 de julio de 1618 inició su célebre caminata a los 46 años de edad, cargando un par de zapatos y su abultado vientre. Dos meses más tarde, el 10 de septiembre, se acercó al puesto fronterizo de Berwick, donde se identificó con los mosqueteros que hacían guardia. El 18 de ese mes fue recibido con honores en Edimburgo por los hombres prominentes, quienes se inclinaron ante el gran Ben y bebieron a la salud del rey, alegres por constatar que su noble enviado había completado su travesía sin contratiempos. Jonson no olvidó la invitación de Drummond, tentado por su famosa hospitalidad y magnífica biblioteca (gran parte de la cual aún puede consultarse), cuyo castillo se localiza a unos cuarenta minutos en un autobús público de la actualidad. Así que en enero de 1619 se dirigió hacia las suaves colinas de Lothian. El autor de Volpone y El alquimista se internó en la propiedad del castillo y comenzó a remontar el sinuoso sendero que conduce hacia allá.Camino yo por aquí, en medio de antiguos espinos, imaginando los pasos del locuaz Ben. Cien metros más adelante la brecha se abre y muestra la fachada de cantera rosa. Momento glorioso acontece cuando el sol baña esos muros en las tardes otoñales. Junto a uno de tales árboles veteranos, que aún está de pie, lo esperaba ya William Drummond.“Welcome, welcome, Royal Ben!”, dijo, abriendo los brazos al ilustre dramaturgo.“Thank ye, thank ye, Hawthornden”, respondió Jonson con una sencilla rima, de acuerdo a la etiqueta.Luego de un merecido descanso e instalarse en la habitación que mira hacia Glasgow (ahora llamada Hermanas Brontë), Drummond y Jonson se pusieron al día en el cotilleo obligado sobre el ambiente literario londinense. Enseguida, el anfitrión le pidió echar un vistazo a los retratos del finado Shakespeare que él había elaborado. Jonson permaneció en silencio un minuto, sin mover un solo músculo de su rostro. Vale la pena advertir que Jonson era un escritor sardónico, impulsivo, extravagante. Baste recordar el incidente con sus colegas, John Marston y Thomas Dekker, a quienes ridiculizó en la llamada “guerra de los teatreros”. Estos replicaron en una obra intitulada Satiromastix y fueron a dar a prisión. En un gesto inusitado, Ben se unió a ellos y más tarde colaboraron, por lo que hubo quienes sospecharon de que entre ellos había gato encerrado.Así que no debe sorprendernos que Jonson se haya puesto de pie súbitamente en busca de la estrecha escalera de caracol que lleva a las habitaciones de los invitados, sin decirle nada más a William Drummond. Al día siguiente, poco antes de empezar la tarde, un sirviente se acercó a la puerta con la intención de verificar si el enviado del rey se hallaba bien. No abrió. Finalmente, al caer la noche Jonson salió y se acercó al salón donde aún se encuentra la chimenea de amplio tiro. Allí lo esperaba el anfitrión, a quien le leyó lo que había escrito luego de dormir a pierna suelta. Eran los apuntes que más tarde formarían parte del Primer Folio mencionado antes. Dado que esta recopilación la llevarían a cabo terceras personas cuatro años después, Jonson no podía saberlo y no tenía por qué pedirle que le obsequiara sus dibujos. Tampoco existe razón para suponer que Drummond le haya ofrecido tales bocetos, aunque, al parecer, sí lo inspiraron, ya que en esas líneas introductorias y poema elegíaco, Ben Jonson advierte al lector que no se detenga mucho a mirar la imagen del frontispicio del “dulce cisne de Avon”; son las palabras de sus tragedias, comedias y poemas, resguardadas por la pluma de Maat, las que le habrán de ganarle la inmortalidad, no una imagen imprecisa alzada por una mano torpe. La pluma de Maat, deidad y símbolo de la precisión entre los antiguos egipcios, servía de fiel en la balanza donde se pesaban las almas.AQ