Esther, ¡las flores!

—Mira tu mano —me indicaba—, ¿qué ves?—Piel, volumen, carne.—Ojalá también veas un recuerdo, zonzo, o al menos el nacimiento de un camino. Ojalá descubras tu propio secreto.Yo me reía. Entonces ella me miraba, reprobatoria, presta para el regaño: —Así nunca vas a llegar a nada —me decía. ***Decimos que era difícil (y vaya que lo era) porque entre su sí y su no palpitaba siempre un motivo de trascendencia, como en la literatura. Por motivo de trascendencia, podía golpear como agua pasada por electricidad, incluso insultar; o, por el contrario, arropar como con telas extremadamente suaves, que algo tenían de la pavura a lo sagrado, para ver desde la palabra (que es también ojo) y buscar el engranaje a dislocaciones propias y ajenas.“¿Tienen las palabras una máscara? Tal vez”, escribió en uno de sus libros.—Anoche te me apareciste en sueños —le dije cuando hablamos por teléfono el día 28 de enero de 2010.—¿Y qué soñaste de mí? —me preguntó, con curiosidad inquisitiva.—Lo único que recuerdo es que te veía a la distancia y te gritaba: Esther, ¡las flores!—¡Ah! ¡Las flores! —respondió, irónica; como para sí.—¿Qué sería de los ángeles sin los demonios? —me preguntó el 14 de enero de 2010 en que nos encontramos—. Dime, ¿qué sería?—No sé; tendrían menos chamba —le contesté. Entonces rió. Luego, se esfingió frente a una de mis pinturas y dijo, tranquilamente:—Esto es la vida.—Es una pintura, Esther—le respondí.—¡Pero es la vida! —dijo, ordenando—. ¿Y se puede saber cómo llegaste a esto?—A lo mejor sacándome los cuchillos que, hace doce años, me dijiste, yo mismo me había clavado.Sonrió. Y enseguida preguntó:—¿Y la escritura ya no?—No —le respondí.—¿No te alcanzó la escritura, corazón? —bisbiseó.—No.—Volverá —dijo, dándome la espalda. ***00972262222655. Marqué su número telefónico en Jerusalén, con el recuerdo de lo que me había dicho un día de 1995: “Con timideces no se llega a nada”.—¿Esther?—¡No te vas a morir! —me respondió, eufórica—. Estaba acordándome de ti.Me pidió que le contara cómo estaba yo, cómo estaba “ahorita” México.—Yo bien. México no sé —le respondí—. Yo acabo de regresar.—¿Y a dónde fuiste? —preguntó.—No sé, Esther. Estuve enfermo una vez más. Se me apagó un foco de mi sistema nervioso. Tuve una falla química. No sé si entiendas de lo que estoy hablando.—¡Cómo no voy a entender! —respondió casi indignada—. Dímelo a mí, que tuve que desgañitarme frente al mar.—...Estamos en 2005, Esther, ¿cuándo vuelves?—¿Volver? —dijo secamente—. Pero si ya fui y ya regresé. —Luego atajó—: ¿Y tú qué vas a hacer ahora?—Pintar —le respondí.—¿Pintar? —me preguntó, con un tono de asombro sobreactuado. ***“Te hablo porque no quiero ir a nuestra cita. Estoy enfurruñada. Tengo mucho frío”, me dijo por teléfono el día 12 de enero de 2010.—Está bien, pues —le respondí—. Abrígate.—Discúlpame —contestó.Sentí una forma de alivio. Había estado yo de nervios al pensar en que me reencontraría con ella, con la mujer que alguna vez me había “leído” mi carta astral, como hizo con muchos; y por quien yo había quedado embelesado por el uso de su palabra, la literatura, siempre la literatura.Desasosiego sentía por volver a ver de frente a la mujer que había desplegado en un solo tiempo la confluencia de todas las religiones, dejando entrever que raíz de toda religión es el delirio. Eso es su libroLa morada en el tiempo: una diatriba contra el sueño-promesa traicionado de Jacob —¿es el sueño también, esté signado por Bien o por Mal, una promesa no cumplida?—, que se repite en ecos en los sueños de los demás, un reclamo de fin de guerras pero desde la guerra, y un no al olvido, un sueño sobre la faz imaginaria del Dios uno, que no el único creado, pero sí uno.—Ya no quiero a Cioran, ya no me gusta. Mira, he vuelto a leerlo, a cometer la tontería de intentar entenderlo, es un pantano —le dije un día.—Sí; aguas cenagosas. Un pantano fársico —respondió casi en un murmullo.—Pero si tú me acercaste a sus libros.—Pues ahora quiero que te alejes de ellos. En 1995, me obsequia un libro un amigo, casi con regaño al ponerlo en mis manos (un rasgo muy seligsoniano, comprobaría yo después). Es Sed de mar. “¿Lo has leído?”, me pregunta. “No”, respondo. “Entonces no has leído casi nada”, me dice, tajante.Pese a la transparencia desde la cual intenta sustentarse, o por lo mismo, Sed de mar tiene el don preciso de provocar sed de preguntas. ¿Será eso también la transparencia, o una de sus máscaras? ¿Será la interrogación lo que sostiene a la transparencia? “¿Tú qué luces cargas en la memoria?”, pregunta Penélope a Ulises en Sed de mar.Veo a Esther Seligson siempre en proceso de escritura, desde el libro hasta su propio rostro, desde su habla hasta sus manos, desde la ira hasta la ternura, siempre en escritura. Anhela la luz en su totalidad, anhelo que ella ha transmitido y posteriormente confirma en el deseo del hijo fallecido, quien ha consignado tal pretensión en una de sus cartas, que Seligson reproduciría en su libro Simiente. Veo a Esther Seligson en errancia como impulso vital.La veo entonces habitando esfera de pensamiento.Veo la escritura de Esther Seligson en plano secuencia. La desveo y vuelvo a verla: fulgurante, pero también con estribaciones; con consciencia de la indispensabilidad de la sombra, así se trate de sombra de sueño. ¿Qué si no sostiene a sus figuras-personajes recortados con palabras, contra el fondo nostálgico de la Eternidad? Veo a Esther Seligson intrépida, entrando en casa bíblica, en casa griega, en casa tibetana, la veo entrar en lenguas, y aquí casa y lenguas son Libro, al modo jabesiano, y al que ella se entregó, al Libro propio, a tientas tal vez, porque “a tientas se entra en lo que uno ama aunque aún no se le conozca”, a tientas del ser, que hace del vagabundeo expresión filosófica, en opinión de Emanuel Lévinas.—¿Cómo estás? —le pregunto.—Estoy como decido estar.—¿Y tú?—Tranquilo. En sosiego, Esther.—Lo siento, querido, eso significa que estás envejeciendo. Cuando se entra en sosiego, cuando ya no tienes ni una pizca de ira, cuando ya no amas ni odias, es que has empezado a envejecer. ***En agosto de 1995 el amigo que me ha introducido a la literatura de Seligson me hace partícipe de su generosidad, me dice un día: “voy a visitar a Esther Seligson, ¿quieres venir?” Le digo por principio que no, y en el fondo es un sí reacio a salir a escena. Él insiste y el sí se apronta sobre el no.En el departamento de Seligson me siento como un intruso entre la amistad de hierro y panes que la unía a mi amigo.No sé qué decir. Y Seligson entiende, sin preguntar, que la timidez me atenaza. “Con timideces no se llega a nada”, me dice sonriendo, cruel, aunque no exenta de cierto sentido pedagógico. Basta con que le responda a su pregunta de cuál es mi signo zodiacal para que abra su puerta solidaria y su disposición de conocerme.Me mira casi con intención hipnótica. Me recomienda que lea a Cioran y el Oficio de vivir de Cesare Pavese. Y que vea la película Nostalgia, de Andréi Tarkovski.—Allí hay algo para ti —me dice, impositiva.A tres meses de aquel encuentro me llama por teléfono para felicitarme por mi cumpleaños y para hacerme un obsequio: trazar (leerme) mi carta astral. Acepto y quedamos de acuerdo en el día. Y el día llega.Veo líneas y curvas sobre una hoja de papel en la que aparecen una circunferencia y los símbolos zodiacales, que me muestra y a partir de la cual va diciendo: “mira, tienes a Urano en la cuarta casa…”, y así por varios minutos.—¿Pero qué significa todo eso? —le pregunto. Me mira con terneza.—Ah, quieres que te lo ponga en cristiano —dice.—Sí. Me hace un recuento de hechos, fallas, logros, situaciones familiares, malas heredades, posibilidades futuras, soledades enormes, alegrías apiñatadas. Me habla del don de la serpiente, del fénix, sobre todo de los dones de Escorpio, de misterios múltiples.—Todo eso me ha pasado y me sigue pasando y todavía no me he dado cuenta, Esther.—Es que abusas de la paciencia. Con todo hay que estar en timing, hasta con el destino. ¿Será porque tienes a Géminis como ascendente?—¿Y todo esto que me dices cómo lo puedo utilizar para que me sea benéfico de ahora en adelante?—¡Para que ya no te sigas poniendo como alfombra!—Bueno, pero en general no siento que esté tan mal. Estoy aquí…—Pues sí, pero cuídate, porque todo indica que en tu vida pasada fuiste exterminado.—¿Cómo? ¿Por qué?Respondió con una pregunta:—¿Qué sientes cuando ves películas sobre el Holocausto?—Ahora que me lo preguntas, no me agradan mucho, siento una forma de angustia, de asfixia cada vez que veo películas sobre el tema.—¡Pues porque en tu vida anterior fuiste exterminado en un campo de concentración!Le creí.Y agregó:—Y en la anterior a ésa, te quemaron. Sí, sí, seguramente. Durante la Inquisición.Dio por terminada la consulta, su obsequio. Y yo quedé un poco abrumado con tanta biografía desbordándose por encima de mis años, que yo consideraba no muchos y más bien comunes y corrientes.A principios de 1998 me manda Esther Seligson un mensaje. Me comunico con ella. Me dice que ha vuelto a revisar mi carta natal, que quiere notificarme lo que encontró, que ha podido hacer algunas precisiones. Me menciona la palabra “tránsitos”. Hacemos una cita.Voy a su departamento. A mi llegada, se muestra, como siempre, afectiva y amigable, levemente regañona a instantes pero con matiz irónico. Y nos disponemos a hacer la revisión de la carta natal. Su vista clavada en el papel zodiacado. Yo a la expectativa.—¿Qué ocurre? —le pregunto. —Mira, hay algunos aspectos de tu carta que yo no tenía muy claros. Te tengo que contar de tiempos que pueden ser muy difíciles para ti. Son doce años —afirmó.—Pero ¿por qué? —le pregunto, ya un poco entrando en angustia.—Por ti, pero también por tu carta.—¿Pero por qué se ven tan difíciles?—Confusiones, muchos sufrimientos. Te has clavado muchos cuchillos tú mismo. Van a ser doce años.—Doce años, ¡pero eso es muchísimo tiempo!—¡Se trata de un periodo de doce años! —reafirmó, con gesto dramático.Saturno pasaría por no sé cuál de mis casas, y podría darme en la torre, según me explicó.—Pero, en concreto, Esther —le reclamé.—Son doce años —me respondió—, durante los cuales te puede pasar ¡todo!—¿Pero qué es todo? ¿Y ante eso qué debería hacer yo?—Son situaciones, aspectos, no te puedo decir, así, con exactitud qué. Pero tienes que decidir —respondió—, solo tienes dos opciones: o te vas a la basura o empiezas a recoger tus pedazos.Advirtió el pánico en mi rostro, entonces pasó su mano sobre mi brazo.—¡O te vas a la basura o empiezas a recoger tus pedazos! —me volvió a decir, apretando los dientes.Entonces sí la sentí maligna.Me puse de pie.Antes de cruzar la puerta para salir de su departamento, volví a preguntarle:—¿Entonces qué puedo hacer?Sonrió, y me dijo escuetamente.—Pintar, por ejemplo. ¿Nunca se te ha ocurrido hacerlo?—No sé de qué me hablas. ***Blanco el color de la sed y blanco el color de la morada. Blanca la tentación de caer en la escritura. Y blanca la espera y de un blanco ruidoso el silencio. Blanco lo que nutre el pensamiento. Blanca la ausencia de Dios. Blanco el retorno. Dar en el blanco: propiciar el despertar de la voz.Recomendación de no sé qué trasfuente de filosofía oriental: para salir de los remolinos de la mente: ver lo blanco.Oigo así las obras de Esther Seligson: cada libro un inicio; cada texto, un principio en el tramo de su camino. Cada palabra: un insuflo al nacer de un sendero. ***Y un día, de golpe, black out.Un periodo de tropiezos, enteramente míos, enfermedad filosófica y bien encarnada: esa lluvia permanente de angustia, esa seducción por la caída. Los caminos se incendian. No dicta ya ningún dios esperanza.Y de trecho en noche, a veces la llamo por teléfono. No juzga, no aconseja, no consuela, no persuade, no insta, no reprocha: escucha, observa con su oído.Y a veces dice musitando, maternal:—Descansa. Duerme.Y de algunos de esos espacios, de llamadas secretas para la nada, surgen nuevos encuentros siempre en compañía de otros amigos.Llegan regalos sorpresivos: un día, un cuarzo; otro, un huevo tallado en mármol; otro, un nuevo libro de su autoría.El regaño llega también inesperadamente un día:—¡Tienes que levantarte! ¡Tienes que seguir!Entonces la angustia cesa, todo comienza a moverse, la atención se desplaza de nuevo hacia lo vivo.Me entero del suicidio de su hijo Adrián. No sé qué decir. No hay nada que se pueda decir, porque hay todo por decir. Y ella no quiere escuchar nada.“¿Qué dice el silencio cuando calla”, Esther?—Entonces, ¿qué vas a hacer?, ¿te vas? —le pregunto.—Voy a Lisboa. Me voy.—Esther, ¿por qué me dijiste aquello de pintar?—¿Te dije eso alguna vez?—Sí.—No recuerdo. —¿Y tú sabes por qué? —me retó.—No.—¿Y cómo sigues?—Viviendo un poco —me despedí. ***Veo a Esther Seligson así: maga enfadada, dolorida pero hierática ante la muerte de su hijo Adrián; empueblándose por calles aneblinadas de saudade en Lisboa, desenmarañando enigmas, deslumbrada de tristezas, pero firme, rearquitecturando el amor, los sueños, abordando y después descendiendo de barcas de desasosiegos pessonianos.Y luego, en Jerusalén, entrando y saliendo en tierra prometida, bañado el rostro por la luz dorada de la errancia, la luz dorada del blanco, la luz dorada del Libro, el suyo que la ha encontrado sin buscarla.La veo de vuelta y regreso. Y en retorno final. ***De vuelta en México.El encuentro es fortuito: camina por la calle de Insurgentes. Lleva puesto un tapabocas. Va vestida de falda larga. Nos vemos. Y me abre sus brazos.—Te grité. No quise acercarme de sorpresa, como veo que traes un tapabocas.—Estás flaquísimo, me valen madres los tapabocas, es que iba a entrar allí —me indica con una mano el Metrobús—. ¿Qué estás haciendo ahora?—Pinto. ***A principios de 2010 le hablo por teléfono. —Esther, ya es tiempo de vernos.—¿Leíste mi libro o no?—Sí. Lo leí. Cicatrices.—¿Y?—Esther, tú has encontrado perversiones literarias inauditas. —Y ella ríe, ríe estentóreamente.—Hay relatos en ese libro que pueden ser pesadillescos —le digo.—Como la realidad. Y no dudes que todo eso haya ocurrido. Hay que cruzar la realidad como se cruza un río, como lo haría un escorpión. ¿Y leíste la dedicatoria que te mandé?—Sí.—¿Te fijas qué mala leche soy?—Quiero invitarte a ver.—¿A ver qué?—Pintura.—¿Tuya? —Sí. Tú me la vaticinaste, ¿te acuerdas? Ya pasaron más de doce años desde entonces. La verdad es que cuando me lo dijiste te tiré a loca. Pasaron los años difíciles, de los que me hablaste. Recogí mis pedazos de la basura.—¿Eso te dije?—Sí, eso me dijiste.—Mmmmm. La pintura.—Tú me la vaticinaste.—Ay, bueno, yo sólo fui la trasmisora —me respondió, exultante.Quedamos de vernos el 12 de enero de 2010. Yo le había propuesto el día 13, me respondió que definitivamente el 13 no. El día 12 por la mañana me llama para decirme que no quiere, que no puede, que tiene frío.De alguna forma siento un alivio pero también la amenaza de que los dos quedemos varados en lo indeterminado.Dos días después, el jueves 14 de enero, suena el teléfono. Es ella. Dice:—¿Vas a estar en tu estudio? —No sé.—Pues tienes que, porque voy para allá. ***—Me mata Erik Satie —dice al llegar… No quiere que le muestre, quiere por sí sola encontrar.Se detiene frente a una pintura.—Esto es la vida.—Es una pintura, Esther.—¡Pero es la vida! —ordena—. Nunca pensé que me gustaría todo esto que has hecho—dice—. Venía con la mala intención de encontrarme con un amateur.La miro. Está contenta. Y luego dice:—¿Te fijas qué cabrona soy?Nos reímos.—A veces —le respondo—. Solo a veces.—¡Mira!, ¡escucha! —dice—, la alegría, Shiva, el color, el fuego vivo, Vincent, la eyaculación, pero Bacon no, ¡lo aborrezco!Y enseguida, se detiene frente a la pintura titulada Ése.—Es tremebundo este cuadro —dice—. ¿Alguien se habrá dado cuenta que pintaste el mal? ¡Lo conseguiste!—Esther, me asustas. Yo creía que era algo cercano a las facciones humanas, siento que se parece a mi cara. Hasta me da un poco de pudor con lo que me dices.—¡No, no, no! No, no eres tú. Tú crees que eres tú, pero no. Nada que ver con tus rasgos. No es retrato. ¡Es el mal! No te estoy hablando del mal de la calle, del de las noticias… de esas cosas horrendas y mundanas; te estoy hablando del Mal, con mayúsculas, en sentido metafísico, el que no se ve, el que está más allá de la carne y de las guerras, el Mal, ¡el invisible Tezcatlipoca! No; te estoy hablando del Mal como posibilidad rectora del Ser. Escucha —me pide.Me dispongo a hacerlo.—Pero escucha con atención: “Yo soy y no existe otro más: modelo la luz y creo la tiniebla, hago la paz y creo el mal. Yo hago todo eso. Ése, ¡ÉSE SOY YO!”.La miro. Y pregunta:—¿Qué sería de los ángeles sin los demonios? Dime, ¿qué sería?La veo extasiada en sus propias palabras. La veo escenificada. La veo con el amor que prodigó al teatro.—El misterio del arte es insondable —dice.Se pone frente al cuadro titulado Estación Atocha:—Apenas lo puedo creer.—¿Qué?—Hubiera sido la portada de mi libro Cicatrices. Ésa era.—Bueno, pero ya se publicó tu libro.—Pero vienen otros —dijo, entusiasmada.—Ese otro cuadro, lo quiero para mi libro —señaló con un dedo.—Así se llama esa pintura, Ése, acabas de darme cátedra sobre ese cuadro, Esther. Así se llama y así se volverá a llamar de ahora en adelante.Se acerca y me toma las manos.—¿Cómo le hiciste? Estabas muy mal cuando nos conocimos. ¿Cómo le hiciste para esto?—A lo mejor sacándome los cuchillos que, hace más de doce años, me dijiste, yo mismo me había clavado. Los demonios.—Sí, ¿verdad? Ay, es que todos tenemos tantos demonios. ¡Los demonios son como cuchillos!Antes de despedirnos, le pregunto si ya tiene menos frío que los días anteriores. Me responde que casi igual, que el frío le afecta en demasía. A mí también, le digo, es que tengo problemas arteriales, por eso en épocas de frío recurro a dilatadores.—¿Qué es eso? —me pregunta. —Dilatadores, dilatadores arteriales.Me mira como una niña.—Es que con el frío las arterias se cierran, así me lo explicó el médico —le informo.—¡Ah! —dice—. ¿Y si no hace uno eso?—Pues se expone uno a problemas.—¿Cómo qué?—Puede dar hipotermia. Se cierran las arterias y se ahoga el corazón.—¡Oh!—La otra es ir a clima cálido, mientras pasa el frío.—Ay, no —dice—.—Al desierto, por ejemplo —bromeo—.Nos despedimos. Me habla por teléfono el 28 de enero de 2010:—Soy Esther. Quiero decirte que fue una gran experiencia que nos viéramos, ver tus pinturas. No las puedo borrar de mi mente. Gracias.—Gracias a ti —le dije—. Anoche te me apareciste en sueños.—¿Y qué soñaste de mí? —me preguntó, con curiosidad inquisitiva.—Lo único que recuerdo es que te veía a la distancia y te gritaba: Esther, ¡las flores! —¡Ah! ¡Las flores! —respondió, irónica; como para sí.—¿Y cómo estás? —le pregunté.—Muy contenta. Acabo de poner punto final a mi novela.—No me habías dicho que estabas escribiendo una novela.—Sí. Terminé. Bueno, bueno, pero te pido que me vuelvas a invitar a ver tus pinturas. ¿Me lo prometes?—Te lo prometo. Esther, eres mi ángel de la guarda.—Ay, bueno, yo sólo fui la transmisora. Y bueno, ¿qué sería de los ángeles sin los demonios?—Pues tendrían menos chamba. —Entonces ella rió.—Ahora me voy a dormir. Que sueñes dulces sueños, corazón. Bueno, bueno, adiós. Pocos días después, el 8 de febrero de 2010, Esther Seligson murió a causa de una falla cardiaca.AQ