Completa verdad la que dijo Hugo Hiriart: “nunca he leído un ensayo de Zaid sin aprender algo nuevo”.Y si Hiriart dijo la verdad, hay un modo reciente de verificarlo. Apareció por estos días el libro Gabriel Zaid en Letras Libres, bajo la curaduría de Fernando García Ramírez (Editorial Debate, México, 2025, 293 páginas). Es una reunión selectiva de las publicaciones de Zaid que han venido apareciendo a lo largo de toda la existencia de la revista. Una muestra, solamente, pero muy bien elegida. Un puñado de páginas representativas, ordenadas temáticamente según los títulos de los libros de Zaid ya publicados. Solo un par de artículos quedan pendientes del libro que los acoja.Sus ensayos forman una obra constante de décadas, y con una clasificación estabilizada, aunque siempre en transformación: añadir, reordenar, hallar mejores acomodos y combinaciones… Todos los libros de Gabriel Zaid se han armado con ensayos previamente publicados en revistas, suplementos, periódicos y después integrados con coherencias temáticas: la cultura, los libros, el progreso, la crítica del saber, de la política y, desde luego, la poesía. Es raro un libro misceláneo de Zaid, pero García Ramírez no iba a servir un libro de tutti frutti: sería absurdo formar un libro con ensayos de Zaid pero carente de estructura y objetivo. Quedó armado en grupos que remiten a los libros ya publicados: dos ensayos que debieran integrarse en Leer poesía, tres en Cronología del progreso, en Empresarios oprimidos o en Mil palabras, por ejemplo. Solo uno de los capítulos cuenta con una sola entrada: el poema “Desperté”, que naturalmente tiene que integrarse a Reloj de sol y celebro encontrar en este volumen: el poema. La poesía es la columna vertebral de toda la obra de Zaid. Toda.Comencemos por lo evidente: de sus ensayos sobre poesía hay mucho que decir. Apenas apunto un par de cosas: los dos primeros ensayos de este libro, “Un poema de Safo” y “Poemas fallidos”, son el mejor recurso que puede adquirir un poeta o un traductor, más allá del oficio básico del metro y el acento: cómo se lee un poema, cómo se escribe, a qué ha de atender cada palabra y su relación con las demás; la relación armónica o disonante entre las partes y el todo… Y no es una preceptiva, ni consejos al joven poeta: es la apertura al arte y al oficio, a verlos en su fábrica. Asistir a su nacimiento. Zaid repite que hay cosas “que piden nacer”. Lo dice del poema y del arte e industria del editor. Y hay que decirlo también de este volumen: pedía nacer. Caso distinto de sus ensayos y selección y (esperamos el libro) sobre los poemas en lenguas indígenas del Norte, que piden simplemente no morir.No deja de tener un peculiar encanto que un solo volumen deje ver la vastedad de sus intereses. No es una añagaza editorial. Es un libro necesario. Por esta y por otras razones. Primero: entre los ensayos aún no coleccionados en libros están muchas de sus mejores páginas; segundo, por lo que indica el título: Letras Libres, no solamente es la revista más importante en lengua española, sino que viene de una tradición única: la libertad y la independencia largamente trabajadas, desde que fueron apuesta absurda, en Plural, consolidada en Vuelta y ciudadanizada en Letras Libres. En su prólogo, García Ramírez recuerda, refiriéndose a las turbulencias del 68 y sus secuelas, que Fernando Benítez, entonces director del suplemento La Cultura en México, elogió a Zaid por sus colaboraciones, diciendo que “sus artículos igualaban a los de Carlos Fuentes”. Pasado el tiempo, la comparación resulta elogiosa para Fuentes. Zaid dejó de colaborar en aquel suplemento cuando Benítez se negó a publicar una crítica al presidente Echeverría. Y fue entonces que Octavio Paz invitó a Zaid como colaborador y consejero de la revista Plural, parte del diario Excélsior, hasta el cobarde golpe echeverrista. A su salida, Julio Scherer creó Proceso, y Octavio Paz, Vuelta. Desde entonces la participación de Zaid ha sido decisiva. Digamos que ambas revistas, Vuelta y Letras Libres, parecían emprendimientos ilusos. No lo fueron, porque Octavio Paz era un dinamo; Enrique Krauze, un empresario cultural (cosa de la que se había hablado, pero no llevado con éxito a la práctica), y Gabriel Zaid, el “consejero editorial, administrativo, y como brújula moral”, lo llama García Ramírez. Dos poetas y dos ingenieros, pero no suman cuatro sino tres. Además, los ingenieros piensan cómo hacer posibles las cosas. Son por oficio enemigos del pesimismo, pero también de la ilusión. El punto que define la obra de Zaid es el optimismo. Y entendamos —porque en medios intelectuales vende muy bien el pesimismo— que el optimismo no es una ingenuidad sino una ingeniería: se diseña, calcula y construye. Como una máquina de cantar, como una inversión de dinero para la cultura, como una apuesta en la conversación entre personas, con libros, con ideas que se aprenden y transmiten. No es un optimismo acerca de la bondad humana sino la constatación de que mejoran las herramientas con que intentamos reparar nuestras terribles limitaciones. Se llama progreso. Zaid lo llama progreso. Tiene avances razonables, quizá demasiado lentos, y tiene muchos enemigos: gobiernos, malhechores, bienhechores, santos autonombrados, ideas torcidas, gasto idiota: el progreso improductivo. Así se llama el libro quizá más influyente en la crítica política y de economía política desde los años setenta; un libro que cimbró al pensamiento autoritario, centralista y antidemocrático de este país, y que incidió decisivamente en la democratización (hoy de nuevo difunta) de México. No fue un misil: fue una conversación y una crítica puntillosamente reforzada con datos y cifras. Los ensayos sobre el progreso, una vez que la vida pública no tuvo más remedio que dar cabida a la ciudadanía, cambiaron de tono: la misma ingeniería de Zaid se puso al servicio de la admiración por la creatividad y sus formas transmisibles, con la misma exigencia, pero ante un horizonte abierto. Véanse los apartados que componen “Empresarios oprimidos”, “Dinero para la cultura” y “Cronología del progreso”. Decapita títeres para dar lugar a personas falibles, que conversan y se vuelven capaces de entender, transformar, legar y, a veces, hacer las cosas solamente porque valen la pena. Es una lectura formidable del progreso.Sin candidez, con la crítica. Existe el sarcasmo, cuando hay que dar la mordida agresiva en contra de algo intolerable, que debe ser destruido. Otra cosa es el humor irónico. Jonathan Swift simplemente no podía divisar un remedio para la lacerante pobreza de Irlanda. Su respuesta fue el memorable sarcasmo que tituló “Una modesta proposición”. Horrenda carcajada desde el pesimismo: ¿qué hacemos con los pobres? Podemos cocinarlos y comerlos. Ya muy en otro sentido,Zaid repara el llanto con cálculos: “Llegará el día en que los pobres sean protegidos como una especie en extinción. Habrá zonas de veda, parques turísticos y hasta aldeas más o menos auténticas que ilustren cómo vivían”. ¿Es optimismo? Sí, pero por completo realista: el portal de Our World in Data señala que, en 1820, el 76% de la población mundial vivía en extrema pobreza y, para 2018, el porcentaje (igualmente inaceptable) había descendido hasta el 10 por ciento. La obra de Zaid carece de borra. Nada va de relleno. Disfruta mucho dos cosas que nunca imita. Una, la complejidad. El suyo es un pensamiento muy complejo, pero el proceso lo hace todo él mismo y no le pasa los costos al lector; la salida es siempre transparente, racional, comprensible. Su tarea es la complejidad, su obra, la claridad. En todo. Elogia con entusiasmo The Waste Land o Farabeuf, o genera el cálculo necesario para analizar la pobreza, el progreso, los sótanos de la corrupción, pero no hay artículo suyo que complique al lector. Dos: el barroco. Admira a Bach, a Góngora… pero nunca se ha visto en Zaid el gusto de la pura forma, del recargo, los hipérbatos, las exageraciones de cosas que imitan a otras: candelabros que figuran bosques, saleros en forma de dioses, oscuridades resplandecientes… Su estilo es lo contrario del barroco. Y tengo en mente que quizá sean los estilos barrocos los que definen a México y que un barroquismo recorre cultura y obras desde los mexicas y mayas, y sus encuentros hispanos, cristianizados y modernos. Pero Zaid se parece más a la carpintería japonesa: ni clavos, ni pegamentos, solo la madera, sus cortes, sus ensambles. Ir de un tema a otro suele requerir un pasaje, puente, puerta, y muchos ensayistas hallan allí su goce formal: la promenade, el galanteo en el jardín de las palabras, las geometrías admirables. Paul Valéry elogia las derivaciones, Alfonso Reyes se ensancha y goza deteniéndose y volviendo al goce de su escritura, Octavio Paz no sabe esquivar la abundancia de cosas por decir. Desde Montaigne, casi todo ensayista regala al lector el disfrute de la digresión. Pero no Zaid. Un ejemplo: el uso zaidiano de los paréntesis. No son sustitutos de la nota al pie; no es una intercalación de cosas foráneas, ni la ventana donde asoma el autor para ser visto, sino la ventana para que el lector pueda asomarse afuera. Sus paréntesis suelen ser sentencias breves con valor cognitivo y relacional. Antes que pasearse y divertirse, concisan. No agregan: resumen. Su puntuación es también la mínima suficiente y escasean las oraciones largas. Menos es más. Busca el entendimiento y no el lucimiento. Es un gran conversador, pero no es buen amigo del ocio, ni de los certámenes de oratoria, ni mucho menos del chisme. ¿Qué otro autor ha sido capaz de usar números y matemáticas como recursos literarios? Por ejemplo, se ha relacionado el número de libros posibles de leer y los cálculos de los grandes números que ha hecho Zaid con la fantástica imaginería de Borges. Tienen relación, pero inversa: a Borges lo gobierna la fantasía; a Zaid, el cálculo. Ambos miran el infinito, pero el cálculo apunta a un sentido específico, no contemplativo sino activo: la voluntad y exigencia de existir en un mundo del que no podemos dar cuenta, pero podemos, al menos, dar razón de nosotros mismos; un mundo en el que elegir no es solo escoger esto, sino dejar fuera todo lo demás, el infinito. Lección de sensatez zaidiana: la racionalidad (y con ella la responsabilidad y la libertad) implica renunciar al infinito, pero no es aceptable ser medianamente libre, a medias racional, a veces responsable. Los ensayos que se reúnen en El secreto de la fama, más allá del título rutilante, son un ejercicio en el arte de la prudencia. (Y conste que si hay un antípoda de Zaid en el ejercicio de la prosa y la literatura es Baltasar Gracián.) Ingenuamente, uno cree que este libro es una compilación de ensayos. No: es un libro novedoso, necesario, intelectualmente desafiante y literariamente generoso. Y completo con mi experiencia a Hugo Hiriart: nunca he leído a Zaid sin aprender a pensar.AQ