Ari Aster: los territorios del trauma

Desde el inquietante retrato incestuoso que esboza The Strange Thing About the Johnsons hasta la siniestra línea satírica que traza Eddington, el cineasta estadunidense Ari Aster (1986) ha cincelado una obra donde el trauma se filtra por las grietas familiares como una savia oscura que redibuja los espacios domésticos y sociales con precisión letal. Al explorar esas simas íntimas, su filmografía delinea una cartografía del padecimiento mental heredado, del ámbito físico como locus que se craquela ante los embates psíquicos y del núcleo microcósmico como paisaje en crisis permanente.En el séptimo de sus ocho cortometrajes, Aster exhibe ya la disposición a filmar el núcleo familiar no como reducto de protección sino como entorno de catástrofe. El hogar se presenta no como santuario sino como chimenea de un incendio rodeado de normalidad: lo patológico renuncia a su estatus subterráneo y asciende desde la risa contenida, la mirada oblicua o la palabra no formulada. El ambiente doméstico —el comedor, la sala de estar, el jardín— deviene un tejido nervioso que tiembla. El trauma no se anuncia con estridencias: se instala en los pliegues, en el silencio que madura antes de que alguien hable.Ese modo de proponer el plano doméstico como frontera de lo intangible —lo que no puede articularse— se prolonga y metamorfosea en los cuatro largometrajes posteriores del director oriundo de Nueva York, donde el encuadre, la iluminación y la puesta en escena contienen esa tensión apenas dormida. El corte entre lo visible y lo reprimido ya estaba presente: la lógica narrativa como simulacro de contención, el estallido como crisis. El suelo real y simbólico trepida bajo el temblor del incesto consumado entre padre e hijo.Con Hereditary (2018), su largometraje inaugural, Aster cristaliza una idea que lo obsesiona: el peso del linaje que no solicita permiso para irrumpir en la rutina diaria. El trauma transmisible se hereda como una auténtica maldición. El hogar de los Graham no está simplemente embebido de secretos: es un dispositivo ritual del dolor que crece de manera soterrada nutrido por lo demoniaco. Las detalladas miniaturas arquitectónicas de Annie (Toni Collette), los dibujos perturbadores de Charlie (Milly Shapiro), los acordes sueltos de la guitarra de Peter (Alex Wolff), sustentan una atmósfera de magma enfermizo dispuesto a arrasar con todo. La enfermedad mental —¿es una enfermedad, en este caso la esquizofrenia, o una presencia literal?— rezuma a través de las paredes. El suelo de la sala, de los pasillos, de los dormitorios, resuena no con sonidos cotidianos sino con crujidos ominosos.El espacio familiar deviene microcosmos del horror diabólico. Aster compone no casas sino entidades que respiran con los fantasmas que las habitan. Los personajes no se mueven: son arrastrados por el peso del linaje hacia su propia aniquilación. La tensión dramática surge en igual medida de lo sobrenatural y lo psicológico, ya que quizá lo sobrenatural es una manifestación extrema de lo que ya pulsa en las profundidades de la mente familiar.Con Midsommar (2019), Aster cambia de paisaje pero no de eco. Si en Hereditary el escenario es un claustro doméstico en el norte de Utah, en Midsommar ese claustro es demolido para dejar entrar la luminosidad agrícola del norte de Suecia: campos, florestas, suelo abierto y claro y aún cargado de energía ancestral. Pero esa claridad resulta ser un velo más denso: ahí, el trauma se hereda ritualmente. Lo que aparece como comunión con la naturaleza integrará una pista de sacrificio psíquico, un descenso en el que el afán individual representado por Dani (Florence Pugh), gemela eufónica de la Annie de Hereditary, será absorbido por las fuerzas telúricas. La enfermedad mental se presenta como catarsis violenta. La secuencia final, con la purificación que en realidad es destrucción mediante el fuego del verano, no es sólo violencia: es esterilidad de la singularidad frente al todo ritual.Aster construye un nuevo microcosmos pero no estrictamente familiar: aquí está una comunidad seductora, solar, en la que el suelo y el espacio son tan activos como los personajes. El terreno funciona como un sujeto: hospeda trance, urgencia atávica, voluntad grupal. El contraste con la oscuridad de Hereditary es radical; la metodología, casi idéntica. El espectador entiende que la herencia no siempre es biológica: a veces es colectiva, cultural, espacial, aunque no puede escapar a las tradiciones que la han formado y deformado.Con Beau Is Afraid (2023), su cinta más incomprendida que se desprende de su sexto cortometraje titulado Beau (2011), Aster amplía kafkianamente los límites del microcosmos. El espacio ya no es solo doméstico ni comunal cerrado: ahora incluye el mundo sembrado de irracionalidad, multiplicado furiosamente por la paranoia. Fragmentado por el vínculo con su madre trocada en potencia insaciable (Patty LuPone), Beau (Joaquin Phoenix) cruza escenarios que despliegan la ansiedad como si se tratara de un territorio físico: departamentos asfixiantes, casas falsamente hospitalarias, bosques de cuento de hadas donde la temporalidad se quiebra. El trauma ya no hereda solo lo genético o lo ritual sino lo psicológico extendido: un individuo que ve el mundo como ampliación de su propia hecatombe.Aquí el territorio es más laberíntico: cada espacio es una grieta por la que el trauma rebota. La enfermedad mental, un miedo hondo e incesante, es la clave de este filme tramado como una odisea al fondo del complejo de Edipo. Aster crea un espacio mental transfigurado en geografía expansiva, lúgubre, que reverbera con ecos de casa destruida, comunidad devoradora y soledad absoluta. La inquietud se transmite no desde un linaje visible sino desde una conciencia que se ha convertido en terreno vedado. Pero ese terreno se conecta inevitablemente con el linaje: el desamparo familiar, el humor negro que oculta la tragedia, el suelo que aguarda que Beau tropiece y se desplome en el pozo lóbrego de su propio yo.En Eddington (2025), Aster dobla la línea del horizonte hasta que se curva sobre sí misma, como si el desierto tórrido que reconocemos de los westerns clásicos se hubiera plegado para alojar las pantallas frías de la era digital. No hay caballos polvorientos ni salones con espejos empañados por el vaho del bourbon sino un sheriff que cabalga, a paso torpe y mentalmente herido a bordo de una camioneta tapizada de propaganda política que se vuelve metáfora de un Estados Unidos rumbo a ninguna parte, sobre la franja más áspera del año 2020: la paranoia de la pandemia global y la fiebre covidiana de las redes sociales. Aquí la frontera no se mide en kilómetros sino en likes y retuits; el duelo no ocurre en la calle principal al atardecer sino en la penumbra de un dormitorio donde lo único que destella es un teléfono celular encendido en la madrugada.Aster entiende que el western siempre fue, antes que una epopeya territorial, una radiografía del miedo: miedo a lo que viene del otro lado de la montaña, miedo a que la comunidad se desintegre, miedo a quedar fuera del pacto social. En Eddington ese miedo se filtra en la intimidad de la pantalla táctil, en la respiración enmascarada que se empaña y nubla la mirada, en la certidumbre de que cualquier gesto —una opinión, una imagen malinterpretada— puede devenir pólvora digital. El pueblo de Eddington, Nuevo México, con su polvo real y su polvo virtual, es el microcosmos idóneo para esta nueva fiebre: un organismo que se enciende y se apaga al ritmo de las notificaciones.El sheriff Joe Cross, interpretado por Joaquin Phoenix como un relevo perfecto del protagonista maniaco de Beau Is Afraid, no enfrenta forajidos a caballo sino enjambres de rumores, videos virales que destilan odio, panfletos imposibles que cambian de manos como antiguas cartas marcadas. La paranoia pandémica no es aquí un telón de fondo sino el paisaje mismo: calles vacías donde la tensión no se ve pero se intuye, conversaciones que se pudren en la superficie amable de un saludo, cubrebocas que funcionan como barrera sanitaria y máscara emocional. El western de Aster es un western sin épica: un relato donde la violencia se desliza con la fluidez silenciosa de un hashtag que, sin que nadie lo advierta, ya ha incendiado la plaza.Al igual que en Hereditary, Midsommar y Beau Is Afraid, en Eddington el microcosmos importa más que la trama lineal. Aquí la comunidad entera es una familia en disputa: un grupo que comparte el mismo suelo físico pero no el mismo territorio mental. Las redes sociales son la infestación que no necesita cuerpos para transmitirse: un virus que no enferma pulmones sino vínculos. La frontera, entonces, ya no separa la civilización de la barbarie: separa realidades que se superponen pero no se tocan. El duelo —si lo hay— es un duelo de narrativas, de versiones incompatibles que se disparan unas a otras con munición de bits.En esta brillante y siniestra redefinición del western, Aster no busca nostalgia sino radiografía: la estética del polvo y el sol se tensa con la luz gélida, casi lunar, de la pantalla; el silencio del desierto se interrumpe con el zumbido perpetuo de las notificaciones. Eddington es la constatación de que la frontera ha cambiado de geografía: ahora se lleva en el bolsillo, en la palma de la mano, en la ansiedad que late cada vez que el teléfono vibra. Y sin embargo, en medio de esta topografía saturada de miedo y pixeles, el suelo sigue vibrando como víctima de un sismo. Bajo las botas del sheriff, bajo los pies de los habitantes inconformes, bajo los cimientos del centro de datos que amenaza con tragarse al pueblo, persiste la misma pregunta que recorre Hereditary y Midsommar: ¿qué se hereda además de la tierra? En Eddington la respuesta es brutal y sucinta: se hereda el pavor al otro, a lo otro.Desde The Strange Thing About the Johnsons hasta Eddington, la filmografía de Ari Aster constituye así pues un ejercicio obsesivo: cartografiar cómo el trauma —incesto, enfermedad mental, herencia, ritual, paranoia— reconfigura la geografía íntima. El suelo es horizonte psíquico: funciona como registro, como catalizador, como límite. El microcosmos —sea familiar, comunal o mental— es superficie y grieta.Lejos de ser mera estetización del horror, el cine de Aster despliega plano a plano una conciencia desasosegada: cada encuadre, iluminación y corte se tensiona con lo heredado, lo no visible, lo que late bajo la piel del espacio. De ese modo su obra no solo incomoda sino que nos hace ver lo que consideramos territorio firme —legado, memoria, historia familiar— como un sistema hecho de fracturas invisibles.Con ello emerge una genealogía del trauma que es geográfica y genética, simbólica y literal. Porque no basta establecer el enorme peso del linaje: hay que sentir cómo el suelo se quebranta bajo él, cómo se hincha y cede, y cómo nuestra mirada de espectadores se vuelve entonces terreno y hendidura. Ari Aster nos enseña que el cine puede ser esa fisura exacta en lo familiar, ese corte que nos reubica frente al horror oculto. Y que al final el lugar más amenazador no se localiza en el orbe exterior sino en el interior de la mente, ese nicho que nuestros demonios han convertido en su morada predilecta.AQ