La vida es un aprendizaje constante. Cada amanecer nos regala la oportunidad de descubrir algo nuevo: de nosotros mismos, de los demás, de la sociedad que construimos y de los retos que compartimos. No existe una línea de meta definitiva; el verdadero valor está en la capacidad de seguir aprendiendo día con día, reconociendo que siempre hay algo más que aportar y mucho por transformar. Aprendo cada día que el mejor salón de clases no está en los edificios más sofisticados, sino en la sabiduría de las personas mayores. Escuchar a quienes han recorrido más camino nos recuerda que la experiencia es un tesoro vivo. Un abuelo que enseña a su nieto a andar en bicicleta o una mujer mayor que cuenta cómo sacó adelante a su familia en tiempos difíciles nos demuestran que la resiliencia y la esperanza se transmiten más con ejemplos que con discursos. Aprendo que el amor verdadero se reconoce en los pequeños gestos: en el abrazo oportuno, en la palabra que alienta, en la sonrisa que transforma un mal día en un día mejor. La vida me confirma que ser amable es más importante que tener siempre la razón. Porque convencer no significa vencer: lo que de verdad deja huella es la capacidad de tender la mano y escuchar con empatía. Aprendo cada día que la felicidad no está en llegar a la cima de la montaña, sino en la subida. Es en el esfuerzo compartido, en el apoyo mutuo, en el trayecto donde ocurren el crecimiento y las transformaciones más profundas. Lo veo cuando un joven emprendedor arriesga todo por una idea y encuentra respaldo en una comunidad que cree en él; lo veo cuando un ciudadano participa en un consejo comunitario y descubre que su voz sí puede cambiar su entorno. También aprendo que el tiempo es un recurso que corre más rápido de lo que pensamos. Por eso debemos aprovechar cada instante para sembrar confianza, construir puentes y tomar decisiones que dejen un legado positivo. El tiempo no perdona la postergación: las oportunidades que dejamos pasar las tomará alguien más. Aprendo que el dinero puede comprar bienes, pero nunca la clase ni la ética. Lo confirmo cada vez que veo a un empresario que, más allá de sus logros económicos, se mide por el trato digno a sus empleados y por el impacto positivo que deja en la comunidad. Esa es la verdadera riqueza: la que se comparte y multiplica. Aprendo que la amargura sólo aleja la felicidad, que la venganza prolonga las heridas y que es el amor —más que el tiempo— el que sana. Lo he visto en comunidades lastimadas por la violencia, donde el perdón y la reconciliación abren paso a la paz. Aprendo que el trabajo colectivo es más poderoso que el esfuerzo aislado. Cuando gobierno, empresarios y sociedad civil actúan en conjunto, se logran resultados extraordinarios. Ésa es la fuerza del público, lo privado y lo ciudadano trabajando juntos. Por eso, hago un llamado: A las autoridades, para que escuchen con humildad, porque cada decisión pública se mide en vidas reales. A los empresarios, para que recuerden que cada empleo creado es más que un número: es una familia con futuro. A los ciudadanos, para que no esperen siempre a que otros resuelvan; el cambio empieza con un gesto, una acción, una participación. A los jóvenes, para que se atrevan a soñar y a actuar, entendiendo que el mundo necesita su energía, su creatividad y su compromiso. Y a los maestros y académicos, para que eduquen no sólo en contenidos, sino en la capacidad de pensar, cuestionar, analizar y discernir. Una sociedad que aprende a reflexionar sabe construir un futuro más libre y justo. Aprendo cada día que la vida no está hecha de grandes discursos, sino de pequeñas acciones repetidas con constancia. Que el saludar con una sonrisa puede ser más transformador de lo que creemos. Que mantener la palabra suave y honesta nos permite mirar a los ojos sin arrepentimientos. Que sostener el dedo de un recién nacido nos recuerda la grandeza de la vida y la responsabilidad que tenemos hacia el futuro. Y lo más importante: aprendo que todavía hay mucho por hacer. Aprendo que no hay que conformarnos con lo logrado, sino seguir avanzando. Aprendo que cada uno de nosotros tiene el poder de transformar su entorno, de inspirar a otros, de sembrar confianza y de dejar huella. Ese aprendizaje continuo es lo que me mueve cada día. Porque el camino no se ha terminado, y porque estoy convencido de que el reto más grande es también la oportunidad más hermosa: hacer el bien, haciéndolo bien. Columnista: Luis Wertman Zaslav Imágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0