DOMINGA.– Detrás de los auditorios a reventar, las canciones que se volvieron himnos generacionales, la gloria y la fama de Juan Gabriel –el Divo de Juárez–, se esconde un capítulo oscuro que marcó para siempre su carácter y obra: el tiempo que estuvo recluido enLecumberri, bajo cargos falsos de robo, en un proceso lleno de irregularidades, producto de un decadente sistema penitenciario. Su paso por la cárcel fue breve en términos de los días y los meses del calendario –entre los años de 1970 y 1971– pero determinante en lo simbólico. Allí conoció las penurias de los presos en el olvido, la violencia, el hacinamiento y la corrupción. Pero también encontró gestos de solidaridad que lo rescataron, “casi milagrosamente, de caer en la locura”, como lo compartió en vida ya convertido en estrella. Juan Gabriel fue detenido la mañana del martes 14 de abril de 1970, acusado de robo y daños en propiedad ajena. Estos cargos, como lo relató en la película Es mi vida(1982) y la bioserie Hasta que te conocí(2016), fueron un invento de la dueña de una casa a la que él y un grupo de músicos habían sido invitados a cantar. Los encontró afuera de un centro nocturno enEje Central. Y les advirtió que se prolongaría hasta tarde y ahí podrían pasar la noche.Por esos años, acostumbrado a dormir en las bancas de la Alameda Central, en alguna terminal camionera o afuera de laBasílica de Guadalupe, el joven Alberto Aguilera Valadez –su nombre real–, de apenas 20 años y casi recién llegado deCiudad Juárez, Chihuahua, agradeció tener dónde dormir y aceptó pasar la noche en aquella casa. Pero cuando despertó, se encontró siendo acusado del saqueo que había sufrido el lugar, tras aquella fiesta que se salió de control.El expediente judicial de Juan Gabriel se encuentra perdido en el Archivo General de la Nación, por lo menos oficialmente. Tal extravío –según una excolaboradora del cantante– fue un regalo personal que un político y su esposa le hicieron al artista en los años ochenta, como un gesto de amistad, una muestra determinante de que ese pasado de hambre y vejaciones había quedado atrás. Seis páginas de un legajo, perteneciente a una investigación hecha por la Dirección Federal de Seguridad (DFS) –la temida agencia de inteligencia–, salieron a la luz recientemente y pueden ser consultadas en el Archivo, pero lo cierto es que hoy sólo los muros del Palacio Negro conocen lo que realmente sucedió. Juan Gabriel declaró que no era ningún ladrónAños después, Carmen Salinas confirmó que la anfitriona de aquella fiesta había sido la actriz Claudia Islas –entonces una principiante de 24 años– que mantenía un amorío con un agente de la DFS, dijo, con quien urdió un plan para acusar a ese joven pueblerino y así cobrar el seguro de joyas, teles y demás artículos que supuestamente habían desaparecido. Ese mismo agente lo trasladó a una delegación y con intimidación y amenazas trató de convencerlo de reconocer la culpa. Pero de Juan Gabriel obtuvo sólo una respuesta: “Yo no soy un ladrón, señor, ni conozco a los que estaban en la fiesta. A mí sólo me invitaron a cantar”.Otros documentos filtrados a la prensa en 2022, de los archivos clasificados de la extinta dependencia de espionaje del gobierno, señalaban que el expediente original se había extraviado y que ese sólo era un resumen en el que se omitieron detalles, obedeciendo a la entonces vigente Ley de Protección de Datos Personales. En folios contenidos en la caja 298 del fondo de la DFS de 1984, quedó testimonio de que dicho archivo habría pasado por las manos del entonces titular José Antonio Zorrilla Pérez, y que en sus páginas había una resolución clara:El acusado fue sentenciado a tres años de cárcel y trasladado a la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México, el penal de Lecumberri.Juan Gabriel entró a la prisión a bordo de una “julia” –como llamaban a los coches patrulla de la época–, junto a otros cinco hombres detenidos por distintos delitos y, una vez ahí, ya nadie más lo escuchó. El proceso era el mismo para todos: primero, daban los datos generales a un secretario que preguntaba nombre, edad, lugar de nacimiento, estado civil, estudios, nombres de los padres y hasta la religión que profesaban. Dos guardias les retiraban sus pertenencias. En caso de ser fumadores, podían ingresar con tres cigarros, para luego llevarlos a una oficina con cinco escritorios donde les medían la estatura, registraban las huellas dactilares y los fotografiaban para ser “fichados” oficialmente por las autoridades del penal. Juan Gabriel pudo conservar su guitarra.Después vendrían más oficinas, con las mismas preguntas y algunas ofertas. “Con 10 mil pesos, hago que salgas hoy mismo”, le dijeron a aquel jovencito que hasta ese momento sólo tenía una guitarra como medio de vida. En el último cubículo, los hacían bajarse el pantalón hasta los tobillos y procedían a una exploración física: “¿Tienes alguna enfermedad? Abre los brazos, da media vuelta, ahora una vuelta completa…”. Como nuevo interno, a Juan Gabriel lo llevaron al dormitorio H de turno, la primera parada para quienes no tenían una sentencia definitiva. Seguramente aterrado ante el ambiente amenazador del lugar, vio por primera vez lo que sería su hogar por los próximos meses. Y como lo registróArturo Ripstein en su documental Lecumberri, el Palacio Negro(1976), cada vez que entraban nuevos reclusos “podías sentir las miradas de los lobos, viendo quién tenía algo de valor. Era mejor no traer nada. Y se oían cosas como: ‘ya llegó un quinto’, ‘bizcochito’, ‘arrímate pa’ca’”, describe el narrador.Los murmullos en la oscuridad de LecumberriInaugurada en 1900, la Cárcel Metropolitana –conocida después como Lecumberri, dado que se construyó en los antiguos predios de un noble español apellidado así– fue presentada como el penal más moderno de América Latina, inspirado en los modelos panópticos europeos. Para la década de 1970, su nombre era ya sinónimo de hacinamiento y violencia. Escritores como Álvaro Mutis en Diario de Lecumberri(1960) y José Revueltas en El apando(1969) han dejado constancia del ambiente: la suciedad de los pasillos, el hedor de las letrinas desbordadas, los motines sangrientos, los pactos entre presos y carceleros, el absoluto caos. El penal albergaba entonces a delincuentes de alto perfil, desde narcotraficantes y homicidas hasta presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Entre 1970 y 1972, nombres como el propio Revueltas, asesinos como Goyo Cárdenas o Ramón Mercader –el que mató a Trotski–, y distintos líderes estudiantiles seguían poblando las crónicas del sofocante lugar. Todos compartían espacio con criminales violentos, generando un ambiente explosivo donde el más débil quedaba expuesto a todo tipo de abusos.La cárcel, que debía regenerar a los presos, se convirtió en un infierno. Revueltas escribía que “el preso era castigado no por lo que hacía dentro, sino por lo que era afuera”. Mutis, por su parte, narraba en su diario los interminables días de tedio, los murmullos en la oscuridad y la sensación de que Lecumberri era “una ciudad dentro de otra ciudad, donde la ley es apenas un eco”.Apenas habían pasado un par de días cuando Juan Gabriel pudo llamar a un amigo de Ciudad Juárez quien, luego de hacer una colecta por los cabarets en los que llegó a cantar –bajo el nombre artístico de Adán Luna–, logró reunir una cantidad y venir a la capital dispuesto a pagar su fianza, fijada en 10 mil pesos. Pero al llegar le dijeron que no había nada que hacer, ya estaba sentenciado en un proceso lleno de irregularidades: lo procesaron en fin de semana, sin la presencia de un abogado, testigos de cargo ni pruebas contundentes. En entrevistas posteriores, Juan Gabriel confesó: “Entré a Lecumberri siendo inocente, pero ahí aprendí lo que es la injusticia. Vi cosas terribles, cosas que no se olvidan. Aprendí que la vida se puede perder en un segundo”.Las penurias de un preso llamado Alberto AguileraDentro de Lecumberri, Juan Gabriel padeció las mismas penurias que el resto de los internos: el hacinamiento en celdas de dos por tres metros, con paredes de metal, una letrina y diseñadas para una o dos personas, pero que llegaban a albergar hasta a 18 internos que muchas de las veces dormían de pie o atravesados en las incómodas literas de hierro. La escasez de agua, la comida podrida, los castigos arbitrarios y la violencia latente en cada pasillo eran cosa de todos los días.“Dormíamos amontonados, con miedo a que nos robaran o golpearan”, relataría años después el cantante. La limpieza de las celdas y pasillos se conocía como “fajina” y era obligatoria para quienes no tenían dinero. “Si querías vivir en una de las celdas de arribita, le costaba a uno la módica cantidad de 50 pesos diarios, y por comodidades –usar los baños, por ejemplo–, nos cobraban 20 pesos más. Ya si no querías hacer fajina, eran otros 50. En total 120 diarios para poder gozar de esos beneficios”, relataba un exhabitante del penal en el documental de Ripstein.Trece crujías y 880 celdas pensadas –en un principio– para 800 hombres y 80 mujeres, llegaron a albergar a casi 5 mil personas a inicios de los años setenta. Contaban con ocho talleres para distintos oficios y, según el plan de readaptación de la época, por cada dos días trabajados se reducía uno a la pena que se estuviera purgando. Aunque esas reglas sólo se aplicaban para algunos privilegiados. En ese entorno hostil, el joven cantante se aferró a su voz. Cantaba en patios y pasillos, convirtiéndose poco a poco en un alivio para otros presos que encontraban en su talento un respiro frente a la dureza de la cárcel. Algunos testimonios de exreclusos, relatados durante el rodaje de Es mi vida, señalaban que “ese muchacho de Juárez llenaba los muros con canciones o las apuntaba en una libretita, y por un momento todos olvidábamos dónde estábamos”.Una mano providencial sacó a Juan Gabriel del penal de LecumberriLa cantante Enriqueta Jiménez La Prieta Linda(hermana de la actriz Flor Silvestre) visitaba ocasionalmente el penal para cantar unas rancheras a los presos. Tenía una estrecha amistad con el general Andrés Puentes Vargas –director del penal– y Ofelia Urtuzuástegui, su esposa. En una ocasión se encontró con Juan Gabriel y desde entonces comenzó una cruzada para liberar a aquel joven músico.“Sabía que Alberto era un muchacho bueno, incapaz de hacer daño. Su lugar estaba en los escenarios, no en una celda”, declaró posteriormente. “Cuando entré a su celda la primera vez, me encontré con un joven, casi un niño, que pesaba unos 50 kilos. Pero lo que vi no fue a un Juan Gabriel derrotado ni llorando; vi a un hombre grande, fuerte, que sabía que sería triunfador. No obstante, yo no entendía cómo era posible que un niño estuviera encerrado”, recordó.Unos meses después, la intérprete fue la primera en grabar una canción de Juan Gabriel, titulada “Noche a noche”, y cuando llegó a darle la noticia a su joven amigo, lo encontró más delgado, deprimido y totalmente sobrepasado por la situación. Fue entonces que convenció a Ofelia de usar sus influencias y, con el pretexto de que lo llevarían a amenizar una fiesta familiar por orden del general Vargas, simplemente lo subieron a su auto y terminaron con el encierro de aquel muchacho, 14 meses antes de que cumpliera su condena. Después se haría oficial la liberación, “y Ofelia se lo llevó a su casa, porque alguien debía quedarse como responsable de él, pues aún no era mayor de edad”, contaba orgullosa Enriqueta Jiménez, pese a que la mayoría de edad ya había pasado oficialmente de 21 a 18 años.Paradójicamente, años más tarde Juan Gabriel regresó a Lecumberri, pero no como reo, sino como protagonista de Es mi vidaen la que narró a manera de autobiografía parte de su experiencia, y compartió créditos con Narciso Busquets, Meche Carreño y la propia Enriqueta. El rodaje incluyó escenas filmadas dentro del penal, convertido ya en el Archivo General de la Nación. Según declaró a los periodistas, para él fue una catarsis volver al lugar que lo humilló pero ahora como estrella en ascenso, dueño de su voz y de su historia. “Fue muy doloroso pero necesario. Era mi manera de decirle al mundo lo que me había pasado y de demostrar que seguía de pie”, comentó.El espionaje y el expediente filtrado del Divo de JuárezPero nunca se borró la sombra de la prisión. En los años noventa y después, hace apenas tres años, un supuesto expediente oficial de su encarcelamiento circuló en los medios nacionales, revelando detalles de las acusaciones y confirmando la fragilidad de las pruebas que lo llevaron a prisión. El documento apuntaba a que las autoridades lo habían considerado “sospechoso habitual”, por su condición de joven sin respaldo familiar, humilde y afeminado, reflejo del clasismo y los prejuicios de la época.También se divulgaron supuestas citas del expediente que muestra lo que la agencia de inteligencia estaba interesada en recabar: “Durante su estancia en dicha cárcel, Aguilera Valadez sostuvo relaciones ‘íntimas’ con su compañero del dormitorio H […], este último procesado por el homicidio a pagadores de una oficina de la Secretaría de Hacienda. También se investigó que Juan Gabriel mantiene [en los ochenta, cuando se redactó el documento] relaciones “íntimas” con […] quien trabaja en Petróleos Mexicanos. Así como con el artista y cantante […]”. Según el informe, del que fueron eliminados varios datos, “únicamente permaneció en Lecumberri ocho meses, en virtud de que el general Andrés Puentes Vargas, Enriqueta Jiménez La Prieta Linda, y Efraín Bloussman Pinker, quien tiene antecedentes de tráfico de estupefacientes, gestionaron y pagaron la fianza para que fuera dejado en libertad. Cabe señalar que el expediente de Alberto Aguilera Valadez se encuentra extraviado”.Además, tras su éxito internacional, Juan Gabriel fue objeto de un seguimiento por parte de distintas corporaciones. Archivos desclasificados tras su muerte, ocurrida el 28 de agosto de 2016, confirmaron que había sido vigilado durante décadas, bajo sospechas que iban desde su cercanía con políticos hasta su vida privada. Juan Gabriel, sin embargo, ese tema lo tomó siempre con ironía: “Si me espiaban, pues qué bueno, al menos tenían buena música de fondo”, declaró en tono jocoso en una entrevista televisiva.Su sensibilidad hacia los marginados, su insistencia en cantar a los olvidados y su capacidad para convertir el dolor en arte se entienden mejor a la luz de aquellos meses tras las rejas en el Palacio Negro. Precisamente, en 1972, tan sólo unos meses después de haber abandonado la cárcel, el sistema penitenciario se intentó modernizar con la Ley de Normas Mínimas de Readaptación Social que, según un boletín de prensa, buscaba “cerrar las puertas de la prisión para que no ingresen en ella quienes nunca debieron entrar, y abrirlas para que salgan quienes ya estén calificados para vivir en la comunidad libre”, decía.Según el Censo Nacional de Sistema Penitenciario Federal y Estatales de 2025, el año pasado había casi 237 mil personas privadas de la libertad dentro de los 325 centros penitenciarios que existen en nuestro país. De ellos, la Comisión Nacional de Derechos Humanos estima que cuatro de cada 10 continúan recluidos a la espera de una sentencia, sin contar los casi mil 500 jóvenesen alguno de los 50 centros de detención especializados para adolescentes. ¿Cuántos “juangabrieles” habrá al momento dentro de esas celdas?Hoy, mirar ese capítulo no sólo ilumina la biografía del artista, sino también la historia de un México donde la cárcel sigue siendo un símbolo de corrupción y abuso de poder. Juan Gabriel transformó esa herida en música, y al hacerlo, convirtió su tragedia personal en parte de un legado que sigue conmoviendo a millones.GSC