El carrito virtual lleno y la casa vacía de sentido: he aquí el blasón de una época que confunde el hormigueo del impulso con la plenitud y la transacción con la verdad. Compramos -como quien echa alpiste a un pajarillo nervioso- para que el alma no se oiga a sí misma; y, sin embargo, apenas llega el mensajero y rompe el celofán, el picoteo se interrumpe y reaparece la jaula. Consumimos para no pensar, para que el runrún del juicio se anegue en un oleaje de notificaciones, para que la conciencia -esa aguafiestas- quede narcotizada como por una gota de cloroformo. Tesis sencilla y brutal: el consumo compulsivo anestesia la conciencia y trivializa el deseo, rebajándolo de brújula a capricho, de apetito ordenado a ración de baratijas.