Suelen repetir los libros de historia que el gobierno británico movilizó en 1812 más tropas para controlar a los trabajadores que destruían máquinas por el miedo a ser reemplazadas por las mismas, que los soldados desplazados en Europa para frenar el avance de Napoleón. Ese mismo año, el Parlamento inglés endureció la legislación que castigaba estos actos como felonía, aprobándose una nueva regulación que castigaba con la pena capital o el destierro a los que quemaban máquinas textiles. Decenas de trabajadores fueron ejecutados o deportados a Australia o Tasmania por reaccionar contra la pérdida de sus condiciones de trabajo que provocó la revolución industrial. Aunque el ludismo se ha hecho famoso como un episodio exclusivo de Inglaterra, la misma tensión se reprodujo en otros lugares pioneros en tecnología como Francia, Estados Unidos o Baviera. Los asalariados reaccionaban contra la pérdida de trabajo, la extensión de su jornada y la reducción de salarios generadas por nuevos artefactos capaces de hacer sus tareas manuales con menor coste y más rapidez. Charlotte Brontë describe con enorme delicadeza la situación en esos momentos al recoger en su obra 'Shirley' el pensamiento de los afectados en un pasaje que hoy suena muy actual: «La invención puede ser algo completamente correcto, pero sé que no lo es para la gente pobre el morir de hambre. Aquéllos que nos gobiernan deben encontrar un modo de ayudarnos, y deben sacar nuevas ordenanzas. Usted dirá que esto es difícil de hacer: entonces, pregonaremos muy alto la cobardía del parlamento y cómo los hombres han de ponerse a trabajar duro». El fracaso de quienes intentaron defender una forma de vida distinta a la que promovía el naciente capitalismo, su ambición infinita por mejorar la productividad, y la defensa a ultranza de la ideología de laissez-faire, se vio reforzada poco después por el éxito de la doctrina económica shumpeteriana, sacralizada hasta nuestros días en el concepto de la «destrucción creativa». Poco se recuerda que el economista austriaco advertía que este proceso conduciría finalmente a la concentración de riqueza en grandes corporaciones tecnológicas que acabarían arruinando el sistema capitalista. Cuando Neil Postman , en Tecnópolis, critica una cultura que nos provoca la diversión hasta la muerte («Amusing Ourselves to Death»), se refiere a la producción infinita de contenidos por los medios que transforman todo en divertimento como mejor manera de monetizar y apresar a la audiencia, desde la noticia de Tiannamen hasta la guerra convertida en episodios serializados propios de una ficción. Nuestra cultura se marchita para convertirse en una prisión en la que la tecnología nos seduce con una sonrisa. Aunque dirigida contra el 'showbusiness', el fondo de su mensaje tiene plena actualidad al describir un mundo donde Dios es sustituido por la máquina divina. Hoy el oráculo infalible se materializa en la inteligencia artificial a la que recurrimos para saber qué tenemos qué hacer y cómo hacerlo. El conocimiento, el esfuerzo y el talento de generaciones de autores para contar historias está a punto de ser invadido por la tecnología. El nuevo Dios al que cantaba Roger Waters de Pink Floyd en 'Welcome to the Machine' será la máquina que habrá sido alimentada con los recursos de las pasadas y actuales generaciones de creadores para darles descanso… y ocupar su función. La IA no solo ejecuta tareas: nos dirige y hasta nos proporciona el pensamiento. Es quizá esta una visión excesivamente pesimista y oscura. Confío de todo corazón que el futuro permita el florecimiento de nuevos creadores y que la cultura no tenga más orientación que la que cristaliza la comunidad y se expresa colectivamente en sus manifestaciones populares y a través de sus artistas. Pero es más que razonable el sentimiento de incertidumbre y temor que expresan nuestros creadores, recogido en el estudio promovido por SGAE a partir de entrevistas a cientos de nuestros socios sobre el impacto de la IA en su futuro, ('Estudio sobre el Impacto económico y social de la IA en la creación musical y sus efectos en otros ámbitos de la cultura', SGAE, KNOWMEDIA y Universidad Carlos III. No es un terreno desconocido para los autores de música. Según la investigación, más de un tercio de nuestros socios musicales (el 34%) ha experimentado con las nuevas herramientas inteligentes, y ese número crecerá rápidamente, ya que la mayoría piensa introducirse en su uso en un futuro muy próximo. Y no desconocen los cantos de sirena de la IA. Los iniciados reconocen que encuentran apoyo indudable para sus labores profesionales, incluso las más vinculadas a la tarea puramente creativa. Pero también se inquietan porque comprenden que el talento y experiencia ganados en sus años de aprendizaje y trabajo, que les proporcionaban una ventaja competitiva en el mercado, pueden ser suministradas ahora por aplicaciones digitales a disposición de cualquier profesional inexperto convirtiéndoles en creadores musicales, incluso a quienes disponen de pueriles conocimientos musicales. La opinión está muy dividida sobre si la IA enriquecerá o empobrecerá la creación musical. La mayoría quiere pensar que la intervención humana sigue aportando una sensibilidad ajena a la máquina, y que esa pasión seguirá siendo reconocible incluso en los procesos estandarizados de generación de música artificial que suministran los algoritmos. Creen firmemente que este compromiso es recíproco en los fans, como si la resonancia en el público surgiera de lo que hemos popularmente identificado como «estar en la misma onda». Como en física, la resonancia se produce cuando los materiales vibran con más intensidad al coincidir en la misma frecuencia natural, esa suerte de reconocimiento mutuo resultará sólo posible entre seres humanos. Lo hemos sentido todos: esa conexión profunda que solo sentimos en esa emoción tan singular que se produce en el directo. El toque humano. Yo también lo creo o, quizás, también lo quiero creer. Pero cuando estas inquietudes y afirmaciones se contrastan con los expertos que han participado en el estudio, surgen ejemplos de avatares musicales, bandas virtuales que provienen originalmente del k-pop –donde se han originado tantos movimientos que llamaríamos disruptivos si siguiéramos hablando en términos económicos–. Si no, que se lo digan a Gangnam Style que llegó a la cabeza del Billboard hace ya 13 años. La directora general de Pulse9, Park Jieun, al referirse al grupo femenino Eternity (ahora con la denominación más sicodélica IITERNITI), nos explicaba que «la ventaja de tener artistas virtuales es que, mientras las estrellas del K-pop a menudo luchan con limitaciones físicas o angustia mental porque son seres humanos, los artistas virtuales están libres de eso». Más sorpresa nos llevamos cuando nos enteramos en diciembre de 2024 que Claudia, Viviana y Naiara, integrantes de la banda musical «Las Nenas» y sus canciones, distribuidas por la empresa española Altafonte, habían sido creadas también por la IA, al igual que el repertorio completo de la discográfica AMW (All Music Works) desarrollado por un joven emprendedor español. Esta información junto con el auge de las plataformas como SUNO, OZONE, DALL-E y otras muchas, explica que de forma mayoritaria (cerca del 75% de los socios), los autores que han participado en nuestro estudio presientan –algunos ya lo conocen– que la música artificial se extiende por algunos territorios como la publicidad, y que pronto desplazará también a los músicos en los fondos musicales den televisión y redes sociales. Un virus cuya propagación parece que sólo tiene un límite: la música en directo, aunque después de ABBA Voyage yo personalmente no estoy tan segura. Estos hechos provocan que nuestros creadores reclamen que las grandes corporaciones, que alimentan a sus máquinas con sus obras para enseñarlas a componer, asuman sus obligaciones como cualquier empresario que utiliza el trabajo de un tercero. El estudio de SGAE revela que en el año 2028 los ingresos de nuestros creadores podrían reducirse en torno a un 28% por el uso de música artificial, si se produce un escenario de reemplazo. Cifras muy preocupantes para nuestros socios, que sin embargo palidecen comparadas con el valor que el mercado de la IA: según IDC, el gasto empresarial en esta tecnología podría tener un efecto acumulado de 19,9 billones de dólares hasta 2030, generando el 3,5% del PIB global. Una expectativa que explica que Microsoft, Uber, Google, Facebook, Apple, Amazon, entre otras, lideren las inversiones y hayan succionado, como hacen con las obras, más de cien empresas y start ups para alcanzar la deseada corona de este nuevo ciclo industrial. Nadie plantea ralentizar la ciencia o el avance tecnológico, pues sería tanto como resistir el futuro. Pero tampoco debemos celebrar la destrucción del tejido cultural expresado a través de los autores y, desde luego, resultaría imperdonable ser indiferentes y no reaccionar. El siglo XIX alumbró las instituciones de nuestro estado del bienestar y se forjaron las instituciones que permiten transitar en los procesos de cambio. Pero si existe un ámbito en el que esas instituciones aún son débiles, es el sector cultural. Resulta imprescindible que el uso masivo de la IA en cultura se introduzca respetando los derechos de los creadores, y garantizando que la creación cultural y su divulgación no queden en manos de dispositivos que nos digan no sólo qué debemos escuchar, sino también que generen ellos mismos estos mensajes. Un algoritmo hipnopédico- como en la novela de Huxley, donde las ideas se transmiten durante el sueño sin apenas resistencia- al que debemos enfrentarnos tomando consciencia y defendiendo la cultura como hecho esencial e indisociablemente humano. * Cristina Perpiñá-Robert es directora general de SGAE