No podía haber una mejor forma de empezar 2035: abriendo la ventana de su cuarto y respirando el aire limpio y frío del invierno. El choque gélido con sus mejillas era todo un desencadenante de activación sanguínea que culminaba con la nariz roja cual tomate, le hacía sentirse más viva que nunca. Se asomaba un poco más para que los primeros rayos de sol de 2035 le calentasen su piel, abriéndose paso hacia su ventana entre los árboles caducos que lucían ramas bien desnudas. Era uno de los pocos días de vacaciones que podía regalarse en invierno. Desde hacía años trabajaba como bombera forestal, un oficio que se había convertido en símbolo de dignidad social y máximo respeto. Su labor, como la de cualquier otrx compañerx, se centraba en la prevención: caminar los montes, abrir sendas, acompañar a pastorxs y ganaderxs que movían sus rebaños para que el ganado hiciese la labor ancestral de limpieza. Cabras y ovejas que, con su apetito incesante, mantenían a raya los matorrales que antes ardían como pólvora en verano. Mientras tomaba el aire en Córdoba, se le cruzaban recuerdos de los años que lo habían hecho posible. La sentada de ancianos había sido la chispa. Empezó de un modo orgánico, casi silencioso. Personas mayores, con bastones, sillas plegables y una calma indomable, ocuparon plazas, estaciones y zonas estratégicas del mundo para exigir el fin del genocidio en Gaza. No se movieron durante días, bajo sol o lluvia, y fueron sumándose miles hasta que se hizo imposible ignorarles. El funcionamiento del capitalismo global se vio interrumpido de golpe: fábricas, bancos y empresas empezaron a condenar el genocidio en Gaza, mientras Estados Unidos tambaleaba en su arrogancia hasta que, finalmente, cedió y el apoyo a Israel se quebró. Ese gesto sereno y radical lo cambió todo. Quienes entonces eran adolescentes entendieron que la organización social podía torcer el rumbo de la historia. Y así, en 2026 y 2027, fueron ellxs quienes tomaron el relevo. No copiaron, inventaron. Ocupaban patios escolares no para dejar de estudiar, sino para estudiar distinto: biología junto a poesía, matemáticas entre debates sobre justicia climática. Plantaban encinas en medio del asfalto, dibujaban con tiza el cauce de ríos secos en las avenidas, organizaban marchas lentas donde los tambores y las canciones sustituían al claxon de los coches. Fue original porque no se parecía a nada, e impactante porque duró: semanas, meses enteros sosteniendo la protesta como quien mantiene un fuego comunitario que no puede apagarse. En Córdoba, Kinshasa, Bogotá o Jaipur, la juventud inventó un lenguaje común que se expandió como una llamarada de esperanza. Y ya no hubo vuelta atrás. Ahora, casi diez años después, la ciudad misma era testimonio de esa victoria. Paseaba tranquila por la plaza de las Tendillas, rodeada de especies que una vez creyó condenadas al recuerdo. Sobrevolaban la escena los vencejos comunes, veloces y rasantes, y en lo alto de una cornisa un cernícalo primilla oteaba el movimiento de la gente. Bajo los almeces, encinas y madroños plantados por las propias vecinas, familias enteras charlaban al sol invernal. En verano, sabía, buscaría refugio del doloroso calor bajo la sombra espesa de los alcornoques frondosos de la plaza de Santa Teresa, donde la gente se reunía a leer o jugar entre el aroma resinoso de los pinos piñoneros y el frescor de jazmines trepadores. Córdoba respiraba como un bosque con muros blancos. Febrero le traería un nuevo desafío. Su equipo pasaría a trabajar en una zona distinta, donde la prevención de incendios ya no dependía del ganado doméstico, sino de algo mucho más salvaje. La reintroducción de bisontes había transformado el monte: con su peso descomunal abrían claros, sus pisadas removían la tierra y sus hábitos creaban mosaicos de vegetación que reducían el riesgo de incendios y daban refugio a innumerables especies. Ella sería parte del grupo que los observaba, que estudiaba cómo interactuaban con ciervos, jabalíes, linces y hasta con los rebaños que pastaban en los bordes de esas zonas. Le entusiasmaba esa nueva etapa: cuidar el monte no como un enemigo del fuego, sino como un organismo vivo que se defendía a sí mismo, con ayuda de manos humanas y pezuñas ancestrales. Mientras escuchaba el canto agudo de un mirlo común en la plaza, pensó que su vida estaba hecha de eso: de la continuidad entre aquellas marchas adolescentes que desafiaron al mundo, la serenidad de la sentada de ancianos que les abrió el camino, y este presente en el que la utopía se sentía, al fin, como una forma de rutina.