Existen al menos dos motivos por los que a día de hoy es muy complicado hacer una sátira sobre el coronavirus . La sátira necesita, por principio, una distancia lúcida frente al asunto sobre el que se pretenda satirizar. Una distancia con la que se puedan esquivar esas trampas de entendimiento que hubiera presentado dicho asunto al materializarse. Con el coronavirus no es tanto que no haya transcurrido poco tiempo (¡ya un lustro!) como que aún seguimos sumergidos en la confusión que su crisis esparció por el mundo. Cargamos su recuerdo como un equipaje ominoso que define quiénes somos y se articula como causa probable de cualquier otro trauma ulterior. Cómo vamos a tomarnos a guasa algo así. Cómo vamos a hacerlo, si aún no entendemos qué ha pasado. Este es el primer motivo. El segundo, muy relacionado, es que la experiencia del covid-19 está marcada por la diversidad de relatos . Cada cual lo vivió y entendió de una manera, en una multiplicidad paradójica dado que la mayoría ni siquiera tuvimos que salir de casa para ello. Esto explicaría por qué las mejores películas que han abordado la pandemia —y el nivel no está muy alto — sean Kimi, de Steven Soderbergh, Coma, de Bertrand Bonello , o incluso Inside , aquel especial cómico de Bo Burnham. Todas estas obras están consagradas a una intimidad temblorosa, a personas aisladas en casa que releen su relación con el exterior mientras su identidad se encoge y expande, preguntándose qué será de ellas en esta nueva normalidad que suena a amenaza y a broma . Dicha intimidad es inevitablemente empática, propia de autores abrumados por el presente, y tampoco es una buena aliada para el género que nos ocupa. La sátira debe aplanar todo este abanico de subjetividades a conveniencia de la tesis que haya decidido plantear. Debe desactivar la empatía en pos del humor —se sobreentiende que este género ha de hacer reír— o del discurso, siendo un buen ejemplo de esto lo que sucede en Eddington con los manifestantes de Black Lives Matter. La cuarta película de Ari Aster se ambienta en un pueblo estadounidense durante esas semanas de 2020 en las que el coronavirus se solapó con el asesinato de George Floyd , y las movilizaciones a las que esto condujo. El retrato de estos activistas, por supuesto, es el de unos jóvenes hipócritas a los que solo les interesa la justicia social por el ego o las promesas sexuales. Describir así un movimiento tan complejo encaja con la retórica reaccionaria : tanto aquella que pudiera haber desdeñado las protestas en su día, como la que hoy por hoy sigue empleando la palabra woke para absolutamente todo. A esto justo nos referíamos antes con las trampas de entendimiento del presente, si bien hay que concederle a Aster que no caiga en muchas más. El director de Midsommar también presta atención a los movimientos conspiranoicos de la órbita Q-Anon que tanto afloraron con la crisis, y dentro de este ángulo —materializado a través del personaje de Emma Stone y las vulnerabilidades que propicia la entrada en sus filas—, muestra una mayor compasión que, pongamos por caso, The Sweet East el año pasado . Aster, pese a las tentaciones tuiteras de la sátira , sigue queriendo escribir personajes después de todo. Personajes que incluso habitan escenarios así como arquetípicos. No está mal tampoco cómo se nos presenta al alcalde encarnado por Pedro Pascal , alguien afable y “progresista” que ha aprobado la construcción de un centro de datos a las afueras del pueblo. Esta instalación supondría algo parecido a lo que suele representar la aparición del ferrocarril dentro del cine western . La llegada de una modernidad capitalista que altera el modo de vida del Salvaje Oeste, transmutada en otro ente disruptivo aún más peligroso que el covid-19 —frente al que el sheriff poco puede hacer más que negarse infantilmente a ponerse la mascarilla — o que la lucha antirracista. Es dentro de este imaginario, de hecho, donde se localizan los aciertos de Eddington . Los únicos . Asociar el ferrocarril que civilizó a la fuerza a los cowboys con las macrocorporaciones tecnológicas que irrumpen en el espacio público es una idea tan elocuente como, en realidad, poco relacionada con los aparentes objetivos satíricos de Eddington . Desde luego que puede maridar con el clima de paranoia que Aster cifra en la omnipresencia de pantallas y teléfonos móviles , pero no deja de ser algo que se le podría haber ocurrido perfectamente antes de 2020. Y es justo lo que pasó. Aster escribió Eddington antes siquiera de debutar en el largometraje con Hereditary . Hace por lo menos siete años . Luego la pandemia le impactó tanto como para querer “actualizar” su guion con ella. Por eso Eddington es una película sobre el covid solo a efectos epidérmicos . Ni el coronavirus, ni los conspiranoicos, ni la brutalidad policial o los activismos pijos sirven en Eddington más que para intensificar unos postulados que apenas deben haberse alterado en estos años, añadiendo ruido e interés morboso a una historia a la que la realidad no le preocupa tanto como una cierta iconografía cinematográfica . La del western y, en consonancia, la de EEUU. Es lo ocurrido con esta iconografía el aspecto más relevante de Eddington , ganando a veces contundencia gracias al dichoso coronavirus —la forma tan hilarante en que el “distanciamiento social” resitúa los típicos duelos de western —, aunque en general limitando el diagnóstico sobre el presente a lo anecdótico. Así que, aclarado esto y entendiendo la mezquindad política de Eddington como la propia de alguien al que tampoco le importa demasiado lo que está retratando, ¿cuál es el verdadero objetivo de la película? ¿Qué quería contar Aster en su día? Pues la clave está en Joaquin Phoenix , que es el protagonista total de Eddington como ya lo era en Beau tiene miedo —la película con la que empezó a tambalearse el prestigio de Aster—. Un personaje cuya mirada es esencial en la obra, hasta el punto de que debamos leer absolutamente todo lo que propone a través de sus ojos. Phoenix es un sheriff atormentado que hacia el final de la película se ve envuelto en una situación violenta tipo Solo ante el peligro —ofreciendo los minutos más divertidos de Eddington , aunque quizá demasiado tarde —, y su construcción dramática es tan concienzuda como para volver a desactivar desde aquí la pretensión satírica , al tiempo que reduce el alcance de las intenciones de Aster y las devuelve los cauces de Beau tiene miedo . Beau tiene miedo no hablaba de otra cosa que de masculinidad . De una masculinidad blanca y cishetero crispada, humillada. Emasculada . Esto encaja con el western , por supuesto, y uniéndola tanto a la figura ferrocarril/centro de datos como a la presencia de nativos americanos en la trama, brinda la lectura apropiada: Eddington es una de tantas deconstrucciones del western , así como el enésimo examen del hombre contemporáneo, que añora relatos homogéneos y tiempos más sencillos , algo que la época no solo le niega, sino que va agravando la situación con nuevos obstáculos. Muchos de ellos a Aster, en su reescritura, se los entregó aquel 2020 tan ajetreado. Lo decisivo del planteamiento de Eddington debiera ser si a Aster le sale bien unificar esta visión del hombre con la visión de EEUU , en lugar de si ha conseguido darle algo de luz a estos tiempos convulsos. Asumiendo que esto no le interesa, y que lo que sí le interesa parece tener un encaje orgánico —la intersección virilidad-sueño americano es consustancial al western tanto como lo es a Donald Trump—, no deja de ser una pena que Eddington siga sin rendir en este aspecto. Lo constatamos cuando, hacia el final, Aster echa mano de cierta película de John Ford y no logra despojar a su gesto de una sensación de capricho, de que Eddington no se lo ha ganado . Las restantes y obvias deficiencias de Eddington —una realización poco imaginativa, un ritmo moroso, un timing humorístico más convaleciente según se alargan las casi tres horas que dura— terminan de rubricar el fracaso de Aster . No como sátiro político, sino como posible miembro de tantos de una provecta tradición de autores conscientes de que, cuando hablan de “América”, podrían hablar en varios sentidos de ser hombre . Eddington al menos carga las tintas en cuanto al patetismo esencial que entraña serlo, pero a la vez parece incapaz de salir de estos márgenes. O, lo que es peor, se muestra demasiado cómodo dentro de ellos. A los hombres nos gusta tanto hablar de nosotros mismos que necesitamos creer que, al hacerlo, estamos hablando de algo más.