Se lo rogamos, señor fiscal: no claudique

Recordemos los inicios del sainete: El novio de la presidenta Díaz Ayuso factura en plena pandemia unos dos millones de euros en comisiones por la venta de mascarillas al principal proveedor sanitario de la Comunidad de Madrid, el grupo empresarial Quirón. Solo este hecho suscitaría a cualquiera sospechas de compadreo como mínimo, si no de genuina corrupción. El novio de la presidenta defrauda unos 350 mil euros de esos dos millones, según confiesa su abogado en un correo electrónico a través del cual negocia con la Fiscalía que le persigue por el fraude que la inspección de Hacienda ha detectado (de la declaración de la inspectora ante el tribunal que acabamos de conocer podría hacerse una novela). Ese mensaje de correo, apenas unas líneas, es el ridículo pero crucial objeto sagrado de nuestra disparatada historia. Un día nos enteramos de la existencia de este señor y de sus problemas fiscales porque se publica el susodicho correo en diversos medios y porque hablan de él el jefe de Gabinete de Ayuso y la propia novia-presidenta. Lo hacen sin sordina y con toda solemnidad, para afirmar lo contrario de lo que es. En una contradicción casi infantil, la presidenta habla de “un particular”, para a continuación afirmar que se le persigue por ser su pareja, y afirma que en realidad todo no es más que una inspección como la que sufren miles de españoles cada año y que en realidad es al particular al que se le debe dinero. El “particular”, un desconocido hasta entonces, se convierte en un personaje público gracias a la intervención de la novia, del jefe de Gabinete y de decenas de portavoces oficiales que salen a defenderle. Un presunto/confeso defraudador –tengo que tener cuidado con lo que escribo, porque a mí me ha caído una querella por llamarle defraudador confeso sin matices…–, con la ayuda del jefe de Gabinete, de la novia presidenta, de algún medio afín y del Partido Popular en bloque, se pretende hacer pasar por una víctima de la dictadura bolivariana sanchista, arrasando de paso con la credibilidad de los funcionarios de Hacienda y de la Fiscalía que persigue el supuesto delito. El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, entre cuyas obligaciones está la información pública de los procedimientos judiciales, emite una nota de prensa destruyendo el bulo: aquí hay un caso de posible delito fiscal, no una mera regularización fiscal a un particular y menos aún la persecución política de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Se discute inicialmente la validez de esa nota de prensa, pero pronto se fija que esa publicación no tiene nada de ilegal. Y entonces empiezan los afectados a acusar al fiscal general del Estado de haber filtrado el famoso correo electrónico, lo que sería un delito de revelación de secretos. No hay ni una sola prueba. Al contrario: una decena de periodistas afirman que tenían ese correo antes que quitar García Ortiz. Pero da igual. Se monta un circo político en el que se busca el origen de la filtración con algunos personajes secundarios que salsean la narración. Lo de siempre: los listillos ingenieros del caos (MARodríguez es el decano español de la disciplina) logran con una sucesión abigarrada de acontecimientos que se olvide el verdadero origen del asunto. La carga de la prueba pasa a estar no contra Ayuso sino contra el fiscal general. El magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado y otro compañero de un total de tres instruyen para que se juzgue al fiscal, con un abrumador voto en contra del otro magistrado. Y entonces, una vez más aplicando el manual, el debate se desplaza de manera tramposa hacia la dimisión de García Ortiz. Como aquel marido infiel al que la esposa sorprende en la cama con su amante y trata de fijar el debate en la obligación de llamar a la puerta antes de entrar. Ridículo pero eventualmente eficaz. La dimisión del fiscal general sería una auténtica claudicación colectiva. La ciudadanía renunciaría a la verdad, a la limpieza y a su propia soberanía frente a los poderosos. El fiscal general es el representante del “ministerio público”: encarna el interés general y es el garante mayor de los derechos de la ciudadanía. El juez juzga pero los fiscales defienden el interés colectivo. MAR y Ayuso se empeñaron en hacer del delito fiscal confesado por el particular novio de la presidenta una víctima del voraz Gobierno de Pedro Sánchez, implicando falazmente al fiscal. Elevaron de paso al empresario al olimpo de los famosos. El PP les siguió enardecido y también lo hicieron los magistrados, jueces y fiscales conservadores, constatando la enorme influencia de la ideología cuando se imparte justicia. Metieron incluso al rey en el lío. Lograron parcialmente su objetivo, desviaron la atención y convirtieron en delincuente al fiscal. Va a servir de poco, porque todo indica que el novio va a ser condenado, pero la fachosfera habrá logrado generar el suficiente lío como para que la indemostrable filtración de un correo electrónico humille a fiscal, sentándole en un banquillo. Pues bien, que el fiscal general se mantenga en su cargo no es un mal menor ni una circunstancia desagradable. Frente al brutal ataque al fiscal por motivos espurios, su permanencia es una victoria de la democracia. Es la ciudadanía orgullosa manteniéndole el desafío a los señoritos. Plantándoles cara. Torciéndoles el pulso. Su renuncia sería una renuncia del pueblo, señor fiscal. No se rinda, por favor.