La restinga murciana sufre uno de los fenómenos estivales más acentuados de España. De una población fija de poco más de 5.000 personas pasan a colapsarla casi 300.000. Los primeros esperan ahora el vacío del otoño con miedo a tener que cerrar sus negocios y piden más inversión a las administraciones En La Manga se sigue construyendo en parajes naturales y nada puede impedirlo: “Es una salvajada, pero es legal” Cuando el verano llega a su fin, La Manga del Mar Menor ya se ha convertido en otra. Una hilera de coches intenta avanzar hacia la única salida que tiene por carretera este cordón de arena abarrotado de ladrillo a los costados. La Gran Vía, la calle más larga de España, es en la tarde del primer domingo de septiembre un mal augurio y una fotografía idéntica de cada fin de semana en la restinga durante la época estival. También un reflejo de algunos de los principales problemas que la asolan. Carmen Cánovas regenta una panadería en el kilómetro dos, cuando esa calle interminable serpentea sobre el canal de Marchamalo, en uno de los pocos tramos donde la gente puede permitirse el lujo de caminar sobre una acera. Observa la escena con un fondo paradójico de nostalgia. A partir de ahora, lo sabe y lo dice, la vida se le va a complicar mucho. De un día para otro, aquí la temporada alta se transmuta en temporada bajísima. Cánovas señala, a través de los ventanales de su local, edificios como colmenas con casi todas las persianas bajadas. Enfrente, una plazuela de adosados blancos con postigos y puertas de madera por las que ya no penetra ni un rayo de sol. El suyo es el único comercio de la zona que aún permanece abierto. “Aquí solo hay espacio para edificios y casas, para que la gente venga a pasar unos días y se vaya. Este atasco es el último del verano. Ahora nos quedamos solos”, dice. Con la llegada de septiembre, la mayoría de casas echan el cierre esta el próximo año. Desde este punto de la restinga es posible contemplar varias Mangas muy distintas entre sí: un enclave al que casi no se puede llegar en otro medio de transporte que no sea particular; al que acuden decenas de miles de personas para disfrutar de su tiempo de descanso en julio y agosto —los vecinos ya sitúan la cifra cerca de las 300.000—; un laberinto carísimo de segundas residencias y alquileres sumergido en la más extrema de las estacionalidades; un intento de paraíso vacacional que apenas recibe turistas extranjeros; pero, sobre todo, una ciudad semidesértica nueve meses al año, con acuciantes carencias de servicios básicos, donde solo unos pocos con suerte logran prosperar. En La Manga, hasta los centros de salud tienen calendario de piscina: en Veneziola, la urbanización más al norte, que acoge a unos 50.000 veraneantes, el consultorio médico permanece abierto de la primera quincena de junio a la primera de septiembre. Explica Luis Chorques, representante vecinal, que son ellos mismos los que han de buscar a un facultativo que esté dispuesto a dar asistencia. “Esto se quedará hecho un desierto hasta Semana Santa. Y después hasta junio”, explica Carmen Cánovas. “Nosotros, los que de verdad vivimos aquí, estamos abandonados. Lo mismo que se marcha la gente lo hacen también las pocas cosas básicas que nos proporcionan los ayuntamientos estos dos meses”, —de San Javier y Cartagena, ambos del PP, que se reparten la gestión de la lengua de arena—. “Yo sé lo duro que es llevar esta panadería. En invierno hay tardes que no entra nadie. Hay veces que me digo a mí misma: voy a cerrar, porque no puedo seguir pagando facturas si no tengo clientes. No se puede vivir todo el año del verano. En otros sitios de costa hay gente siempre y, sin embargo, este está vacío. Habría que reflexionar por qué”. La panadera Carmen Cánovas, después de un verano con bastante clientela, ya vislumbra otro año de poco trabajo y muchos malabares para llegar a fin de mes. De 5.000 a casi 300.000 habitantes En La Manga viven poco más de 5.000 personas, pero en verano esa cifra llega a multiplicarse por más de 40. Se trata de un crecimiento único en España por su magnitud, en el que intervienen unas cuantas variables, entre ellas el fracaso de la restinga como destino turístico de hotel, la construcción y venta masiva de segundas residencias , su complicada geografía de hilo que separa dos mares, y el balance de pros y contras que deben hacer los ayuntamientos para decidir invertir en ella durante todo el año. Con la explosión poblacional, cada septiembre salen a la palestra necesidades comunes de veraneantes, que reclaman, entre otras cosas, más limpieza, restricciones a coches que colonizan el espacio público, redes de alcantarillado modernas que soporten la afluencia o medidas contra los apagones eléctricos, y residentes fijos, que ven cómo deberán afrontar otro año más sin apenas aceras, sin paseo marítimo, sin polideportivos, parques o zonas verdes, sin supermercados, o con servicios sanitarios precarios, con una sola ambulancia para toda la zona, con un transporte público escaso y desconectado de las ciudades, viviendo a casi 40 kilómetros de Cartagena y a más de 50 de San Javier. Hay centros de salud en la restinga que abren solo tres meses. De normal solo hay una ambulancia y un médico para los casi 20 kilómetros urbanizados. En los carteles informativos predomina la expresión: '¡Feliz veraneo!'. ¿Es posible desestacionalizar La Manga? La protesta en busca de mejoras los lleva a todos a plantear una sola alternativa que se antoja difícil: la desestacionalización. Este verano ha surgido un nuevo movimiento segregacionista que persigue el objetivo de crear un ayuntamiento propio. En el centro del debate se encuentra la variable económica. “Pese a que nadie vive en La Manga, a efectos de recaudación de impuestos, solo en concepto de IBI, es como si fuera una ciudad de la envergadura de Cartagena. Es decir, como la segunda población de toda la Región”, explica el director del departamento de Ingeniería Civil de la Universidad Politécnica de Cartagena, Salvador García-Ayllón. Según datos facilitados a este periódico por ambos consistorios, San Javier ingresa al año 8,5 millones de euros de IBI en La Manga, más de un tercio de su recaudación total en este impuesto. Cartagena, por su parte, obtiene en torno a 10 millones. A estas cifras hay que sumarle otro tipo de contribuciones, también dimensionadas por la cantidad de viviendas, como licencias de obra, tasas de apertura de negocios y de vehículos, vados, recogida de basuras o pagos de agua. Las cifras del año 2014 de San Javier, las penúltimas publicadas, hablaban de 15 millones en IBI, pero fuentes municipales achacan la actual bajada a “un descenso del tipo impositivo”. Los residentes, y con mucha más energía la clase trabajadora, como Carmen Cánovas, no sienten que toda esa recaudación anual regrese en forma de un desembolso constante en La Manga que acabe con la temporalidad y haga de ella un lugar atractivo para vivir, como sí ha ocurrido en otras localidades ribereñas del Mar Menor, como Los Alcázares, o con los municipios mediterráneos de Águilas y Mazarrón. Los autobuses urbanos ya comienzan a circular junto al Mar Menor casi vacíos. Los vecinos reclaman mayor frecuencia y mejores conexiones durante el año para fomentar su uso. García-Ayllón asemeja la complejidad de gestión de la restinga a un círculo indisoluble. No se atraen nuevos habitantes fijos porque los ayuntamientos no invierten en servicios e infraestructuras. Pero los ayuntamientos no van a invertir en un lugar que está vacío la mayor parte del año. “Cómo haces para que haya equipamientos, servicios sociales, redes eléctricas potentes, supermercados, librerías, más carreteras de acceso, cualquier cosa, en un espacio donde no hay gente en invierno. Si hubiese un núcleo más o menos compacto sería más sencillo, pero en La Manga todo es muy alargado y disperso. Es difícil que la gente vea con buenos ojos quedarse a vivir allí donde tiene que hacer 15 kilómetros en coche para ir al médico o a la farmacia más cercana. Ese es el gran drama de este sitio”. En la presente legislatura, que arrancó en mayo de 2023, fuentes del consistorio de Cartagena aseguran haber gastado en la restinga más de 4,7 millones de euros. Fuentes municipales de San Javier hablan de inversiones por un valor de más de dos millones de euros. Ambas centradas, especialmente, en los meses estivales. Realidades poliédricas Mientras Carmen Cánovas ya vislumbra los días de soledad en su panadería, hay gente que ha logrado sostener su establecimiento, sin titubeos, porque en La Manga hay pequeños huecos de oportunidades en un pueblo que no deja hueco a nada. Tomasa prepara el menú del día en la cocina de su restaurante en Veneziola, tal y como lleva haciendo, sin descanso, puntualiza, desde que lo inauguró hace 21 años. Ya ha cerrado hasta el próximo junio todo a su alrededor: una heladería, una tienda de ultramarinos, una gasolinera. “La clave de que nos hayamos mantenido a flote es que aquí se sigue construyendo”, dice, mirando a la puerta del comedor. “Son los albañiles los que vienen a comer cuando esto es un desierto. Si buscan algo para reponer fuerzas, solo encuentran este sitio abierto en kilómetros”. Tomasa, dueña de un restaurante muy conocido en la urbanización Veneziola, posa en el comedor en pleno tránsito de temporadas: sus clientes dejarán de ser veraneantes y serán sustituidos por decenas de albañiles que siguen construyendo edificios. El restaurante de Tomasa colinda con obras de más torres de apartamentos. Hay por todas partes tentativas fallidas de negocios, historias personales de alguien que un día tuvo ilusión y al otro se dio de bruces con la realidad. Un campo de golf abandonado, un centro comercial en ruinas, casas de comidas para llevar, cafeterías o bazares de textiles con las persianas echadas y la frase ‘cierre definitivo’ escrita en un folio. ¿Qué pasa con el turismo? Salva Martínez vive en La Manga desde 2004 y se dedica a ayudar, precisamente, a la supervivencia de todos esos pequeños negocios. “Los ayuntamientos no quieren que la gente vea esto como un sitio para empadronarse y hacerse una vida, porque significaría más presión social para ellos, más votos potenciales que captar y más gasto. Están muy a gusto invirtiendo solo en verano y dejándolo a su suerte después, porque la bolsa de votos que hay aquí es muy pequeña”, manifiesta. Hasta las gasolineras acortan su horario o cierran en septiembre. En el horizonte de la restinga, apunta Martínez, lleva muchos años asomando otro posible remedio para acabar con la temporalidad: incentivar que acudan turistas extranjeros durante todo el año, construir para ello más hoteles —los que hay tienen más de 50 años—, aprovechar el buen clima y el paisaje, fomentar las actividades deportivas, las náuticas. La contaminación del Mar Menor juega también un papel negativo ahí. Dice García-Ayllón que La Manga pretendía ser un destino mayoritario para visitantes internacionales y que, durante un tiempo, al principio, lo fue. Pero el traspaso de competencias a los municipios, su imperiosa necesidad de financiación y las presiones del sector inmobiliario la convirtieron en lo que es hoy. “La segunda residencia acabó comiéndoselo todo. Ahora es muy difícil revertirlo”, sostiene. El puente del Estacio, sobre el kilómetro 12, debe abrirse varias veces al día para dejar paso a las embarcaciones que cruzan el canal. Esta circunstancia aísla temporalmente a quienes viven más allá. El turismo, que acaparó en 2024 un 11,5% del PIB regional, entra en la restinga dentro de ese círculo vicioso del que es imposible escapar. No acuden a ella turistas extranjeros porque no hay nada en invierno y porque huyen del colapso estival. Los empresarios hoteleros no emprenden porque no existe una cartera habitual de usuarios. ¿Podría La Manga desestacionalizarse en un futuro con una inversión más elevada el resto del año? ¿Se atraería así a residentes permanentes, empresarios y turistas? Mientras pasa el tiempo y todas las preguntas permanecen sin respuesta, quien sale perjudicada es la gente que ha vivido toda su vida sobre esta misma arena. “Aquí solo se han levantado casas sin sentido. Esto ha sido siempre la gallina de los huevos de oro. Ahora pagamos las consecuencias de la mala planificación que hubo y hay”, sentencia Carmen Cánovas. Acto seguido apaga las luces de su panadería después de que no haya aparecido nadie en más de media hora. No hay rastro del verano.