Esta semana hemos sabido que un conocido político de izquierdas lleva a sus hijos a un colegio privado. Dónde estudian los hijos de los políticos no debería ser de la incumbencia de nadie. Salvo, quizá, en el caso del heredero al trono. Hay que tener un buen motivo para hurgar en las intimidades ajenas. Claro que en este caso el motivo lo ha dado el propio interfecto. La incoherencia entre lo que ha venido manifestando en público y lo que ha hecho a escondidas delata su impostura. Abominó de los colegios privados, se burló de ellos diciendo que eran para niños rubitos hijos de papás racistas, y aseguró que sus niños irían, por supuesto, a un colegio público. Eso dijo. Y mintió. No creo que nadie se sorprenda de algo que ya alcanza el rango de costumbre. Como tampoco nadie se sorprende de que un joven matrimonio prefiera un lindo chalecito en una linda urbanización a un pisito del montón en un barrio del montón. Como tampoco que, si pueden pagárselo, manden a sus niños a un colegio de pago. Sus motivos tendrán. Lo triste es que quien ha llegado a ser vicepresidente del gobierno haya dicho, instalado no en la razón sino en el odio, semejantes barbaridades. Gracias a Dios -no tanto a las ideas que predica- el tal político de izquierdas aún puede elegir donde vivir y donde estudiar.