Hay cosas que no deben pasar en una democracia y que, en realidad, son propias de repúblicas –o monarquías– bananeras. Cuando se consulta en la web oficial del poder judicial del Reino Unido –que es la democracia moderna más antigua del mundo–, se lee que la expulsión de jueces de tribunales superiores es posible al amparo del Act of Settlement de 1701, uno de los textos esenciales de la llamada English Constitution , que fue actualizada por la Supreme Court Act de 1981. Para conseguir la expulsión, es necesario el acuerdo de las dos cámaras del Parlamento, que predisponen la decisión que al respecto debe emitir el rey. Pero a renglón seguido, el autor del texto de la web afirma, con evidente orgullo, que esta posibilidad nunca ha sido utilizada. En España tampoco ha sido imputado nunca –todavía– un magistrado del Tribunal Supremo, aunque sí ha ocurrido con dos magistrados del Tribunal Constitucional y ahora con el Fiscal General del Estado. Los dos primeros casos –uno por malos tratos y otro por conducción bajo los efectos del alcohol– acabaron, el uno, con una dimisión y archivo posterior de la causa por demencia sobrevenida , y el otro con una rapidísima dimisión y conformidad con la acusación que evitó al magistrado el juicio y le aseguró permanecer en la carrera judicial. El tercer caso es, en cambio, bastante más extraño de relatar. Todo empezó con un bulo en los medios de comunicación difundido por el jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, en torno a un pacto con la Fiscalía de la pareja de la presidenta que habría sido iniciativa de la propia Fiscalía, lo que ya era bastante extraño, puesto que los pactos en este sentido suelen provenir siempre de las defensas de los reos, y no al revés. Sea como fuere, el bulo consistía, además, en que la oferta había sido retirada “por órdenes de arriba”, lo que tampoco se compadecía con la realidad. Lo que sucedía es que el abogado de la pareja de la presidenta de Madrid ofreció el pacto, y esa oferta constaba en un mail escrito por el abogado, información que difunde posteriormente la Fiscalía en una nota a la prensa a fin de desautorizar el bulo. Sin embargo, la pareja de la presidenta denunció que el mail del abogado había sido enviado por la Fiscalía General del Estado a los medios de comunicación, lo que podía constituir un delito de revelación de secretos. Y en ese momento, la Sala II del Tribunal Supremo ve indicios de delito y admite a trámite la querella pese a que existían serias dudas, no ya solamente de que ese mail constituyera estrictamente un secreto, dado que forma parte de una negociación entre fiscales y abogados sobre las penas que ni siquiera está realmente autorizada en las leyes, aunque es práctica habitual, y sobre la que, de hecho, lejos de secretos y clandestinidades , convendría por muchas razones que hubiera bastante más transparencia. Por otra parte, existían y existen serios indicios de que el mail había sido difundido ya a varios periodistas, que se refirieron al mismo antes de la nota de la Fiscalía. De hecho, diversos periodistas han declarado que poseían dicho mail antes de su difusión pública, aportando datos al respecto. Pero con todo y con eso, que ya anunciaba una investigación sumamente endeble, el magistrado del Tribunal Supremo encargado de la instrucción inicia todo un conjunto de actuaciones investigadoras manifiestamente desproporcionadas para la averiguación de algo que, incluso siendo delito –lo que, insisto, no es nada tan evidente–, sería claramente menor. En concreto, imputó al Fiscal General del Estado, decretó la entrada y registro en su despacho oficial para localizar el origen de la filtración de un mail –no estupefacientes, explosivos o efectos robados, sino de dónde había salido un mail – y ordenó la aprehensión y análisis de su terminal de teléfono móvil , que evidentemente podía contener datos muy sensibles que afectarían a la intimidad de otras personas. Al no localizar nada puesto que el Fiscal General, legítimamente, había borrado los datos de su terminal –nada había que se lo impidiera–, el magistrado instructor intentó recuperar sus mensajes de WhatsApp acudiendo a las sedes extranjeras de Meta y Google, obteniendo la previsible respuesta de que estas empresas no conservan ninguno de esos datos, entre otras cosas porque los mensajes están cifrados de extremo a extremo, lo que convertía la diligencia, en su conjunto, en un despropósito. Hay que aclarar, además, que la Ley de Enjuiciamiento Criminal prevé esta diligencia solamente en casos de delitos muy graves, dado que se puede imaginar el impacto brutal de semejante medida investigativa para el derecho a la intimidad. Sin embargo, el magistrado, aprovechando las ambigüedades de la ley –que por desgracia las tiene–, ordenó esa diligencia, estableciendo un muy mal precedente para el resto de jueces españoles, que ahora se verán legitimados, por cualquier delito incluso menor, para entrar sin barreras en el principal espacio en el que en nuestro tiempo se desarrolla el derecho a la intimidad: el teléfono móvil. Ojalá no cunda el mal ejemplo. Tras todo ese auténtico arsenal de medidas de investigación, quedó el magistrado instructor con una sospecha de supuesto delito basada solamente en tres elementos: -El testimonio de otra fiscal claramente enfrentada personalmente al Fiscal General. -Una llamada al Fiscal General del Estado de cuatro segundos del periodista de la cadena SER que difundió el mail y un sms inmediatamente después del mismo, que bien pudo ser la llamada fallida desviada al buzón de voz y el correspondiente sms posterior. Todo ello más de dos horas antes de emitirse la noticia, tras varias horas hablándose del tema en los medios. -La propia intuición del magistrado instructor. De hecho, parece ser esta última el auténtico motor de toda la investigación, puesto que de lo contrario no se comprende que el magistrado instructor se base en sólo dos indicios tan endebles – el testimonio de la fiscal y una llamada de 4 segundos – y desprecie por completo otras fuentes periodísticas absolutamente plausibles de la filtración, así como el testimonio directo de varios periodistas que dicen haber dispuesto del mail antes de su difusión. Para acabarlo de redondear, la propia pareja de la presidenta de Madrid se desentendió en sede judicial de su abogado, a quien dijo no haberle dado instrucción alguna para que pactara con la Fiscalía, extremo que el abogado ante la misma sede judicial desmintió, lo que evidencia que alguien no ha contado toda la verdad ante el magistrado instructor, cosa que desde luego podría ser delito de falso testimonio, pero no ha merecido, hasta ahora, investigación alguna. Imposible saber por qué. Llegados a este punto, cabe preguntarse si todo lo anterior es motivo suficiente para concluir la investigación confirmando la imputación, como ha hecho el magistrado y, por tanto, pasando a la fase siguiente, el juicio oral, lo que equivale a sentar al Fiscal General en el banquillo. Parece que algunos lo ansían, puesto que el encausamiento del Fiscal General debería provocar su apartamiento del cargo desde el estricto tenor literal del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal en combinación con la Ley Orgánica del Poder Judicial. Pues bien, en este caso debe concluirse forzosamente que es absolutamente incorrecto acabar la instrucción con dicho encausamiento porque epistémicamente no existe ni la más mínima posibilidad de que el Fiscal General sea condenado, en respeto de la presunción de inocencia. Ideología del ordenamiento jurídico Habitualmente se pasa de la instrucción a la fase de juicio oral solamente cuando existe una posible hipótesis de culpabilidad sustentada en indicios sólidos que no haya conseguido ser derrotada por otra hipótesis alternativa de inocencia, apoyada también en claros indicios. En cambio, siendo ambas hipótesis coherentes, consistentes y sin lagunas en el relato, ya en la instrucción hay que optar por la de la inocencia, porque así lo ordena el art. 24.2 de la Constitución Española en respeto al derecho fundamental homónimo: la presunción de inocencia. En realidad, solamente se pasa a juicio oral si la hipótesis de la inocencia no viene adornada por los citados requisitos de calidad argumental – coherencia, consistencia y falta de lagunas en el relato –, y por ello es preciso celebrar el juicio oral para darle al reo una última oportunidad de que, con las pruebas que presente en dicho juicio, pueda derrotar la hipótesis de culpabilidad. La anterior, aunque sea una explicación fácil de entender, no es la habitual en la jurisprudencia española, ni mucho menos, para saber lo que hay que hacer en ese periodo intermedio, entre la instrucción y el juicio oral. En realidad, no se encuentra una auténtica explicación de calidad en la jurisprudencia, quedando las decisiones de los jueces en una especie de limbo intuitivo de muy difícil control. Sin embargo, la reproducida sí es la mejor explicación que se ha conseguido hacer en la doctrina mundial especializada, y la debemos al profesor norteamericano Ronald Allen. Y aunque no se hubiera siquiera formulado, la explicación de ese profesor es tan diáfana que sirve realmente para orientar al juez en torno a que sepa qué es lo que hay que hacer en ese trance de tomar la decisión de si cerrar la instrucción con un sobreseimiento , o bien hacer pasar el proceso a la fase de juicio oral. Pues bien, en este caso la hipótesis de culpabilidad que esgrime el magistrado instructor no es ni coherente, ni consistente ni está libre de lagunas. En realidad, es solamente la intuición del instructor la que intenta corregir, en vano, esos graves defectos a partir de la llamada de cuatro segundos del periodista al Fiscal General –no al revés– más de dos horas antes de la difusión del mail , concentrando todas las posibilidades de la filtración en ese contacto e ignorando por completo la opción de que la filtración la hicieran las otras muchas fuentes que tuvieron los periodistas para disponer, como dispusieron, del contenido del mismo. En realidad, el instructor ha apartado de sus consideraciones esos datos adversos como si no fueran relevantes o no interesaran, porque su intuición le dice que la que él indica es la única hipótesis correcta, lo que es muy claramente inadecuado dada la fragilidad de su sustento indiciario . Pero volviendo a las reflexiones iniciales, lo que más hay que lamentar es que no tengan todos, algunos jueces y fiscales y muchos políticos, más cuidado cuando se pone en cuestión la labor de altas instituciones del Estado. Al contrario, los políticos suelen instrumentalizar los procesos judiciales para utilizarlos propagandísticamente contra el partido rival, con la ayuda de periodistas ideológicamente afines y de filtraciones, por cierto, que parten de los propios tribunales y que, también por cierto, jamás son investigadas, ni con el celo extremo que lo ha sido el Fiscal General del Estado ni con ningún otro. Algunos cargos públicos deberían ser bastante más prudentes y no permitir que se les utilice políticamente, aunque sea dejándose llevar por su propia ideología. Sin ir más lejos, jueces y fiscales no deben tener más ideología que la defensa del ordenamiento jurídico. Pero además de eso, lo que es más urgente es que todos los implicados, sean jueces, fiscales, diputados, senadores, ministros, consejeros o presidentes, dejen ya de una vez de banalizar sus cargos, y sean un poco más conscientes de que tienen que proteger la dignidad democrática de las instituciones que representan. Los órganos del Estado no son los personajes de un guiñol que se atizan mamporrazos , ni tampoco constituyen la ocasión para utilizarlos como ariete en la lucha política para conseguir copar el poder de un Estado, buscando una especie de totalitarismo de lo que, al final, no es más que un grupo de amigachos cuya cultura democrática es tan inexistente como la de Silvio Berlusconi o la del mismísimo Donald Trump. Al contrario, las instituciones del Estado hay que respetarlas, honrarlas y cuidarlas, no considerando jamás que son el cortijo de un cacique, sino un lugar desde el que hay que prestar un servicio público a los ciudadanos, y no una atalaya desde la que uno se exhibe, vocifera y lanza flechas a los que considera enemigos. Son centros de poder en los que cualquiera está de paso, no perteneciendo ni a su patrimonio ni al de sus afines. Son de todos, y todos deben favorecer que en un momento u otro, todos los puedan ocupar. Ojalá estas ideas se difundan algún día en España, y se entienda que el único que manda en una democracia es el pueblo, estando los cargos públicos a su servicio. Lo contrario es una dictadura. *El último libro de Jordi Nieva-Fenoll es ‘El origen de la justicia’ (Tirant lo Blanch, 2023).