Una madre desesperada, de avanzada edad, se postra ante el mostrador de su centro de salud. El psiquiatra le ha recetado a su hijo una medicación que debe empezar a tomarse cuanto antes y acude con urgencia para pedirle a su médico de familia la correspondiente receta, previo debate con quien le atiende sobre si ese tratamiento lo puede prescribir o no su doctora. Justo al lado, un hombre solicita un cambio de fecha para el análisis de sangre y de orina que le han pedido. Le comenta al auxiliar que también le han solicitado una muestra para determinar si tiene sangre en las heces, por si tiene que entregarla ese mismo día. El grueso cristal que lo separa de su interlocutor dificulta la comunicación y se ve obligado a repetirlo alzando la voz para resolver sus dudas, que pasan a ser del dominio del numeroso gentío que se acumula a sus espaldas, en el recibidor de las instalaciones sanitarias. Dos puestos más allá, una señora se encuentra en la misma tesitura para aclarar que la ecografía que acaban de mandarle es de mama, mientras mira alrededor, pudorosa e inquieta, por si la había oído mucha gente. Logrado su objetivo, la mujer deja el hueco libre y un intenso pitido indica el cambio de número en la pantalla para que el siguiente paciente se acerque al mostrador para constatar que la gruesa mampara de vidrio que nos protege del covid y otras posibles infecciones provoca que su salud se convierta en un asunto compartido con mayor o menor curiosidad por el nutrido e involuntario público que aguarda su turno.