Hace menos de dos semanas, un presunto alijo de droga era descargado a plena luz en una playa de Casares. Los navegantes llegaron a la orilla, y con suma tranquilidad, descargaron la mercancía en un coche que había a apenas unos metros en la arena. Todo fluyó con total normalidad. Sólo un mes antes, una patera llegó con una docena de hombres a la playa de Castell de Ferro. Quién sabe cuántas horas llevaba en el mar, y cuánto hacía que sus tripulantes no se llevaban algo a la boca tras incontables horas de sol y oscuridad. A su llegada a la orilla granadina, unos cuantos bañistas hicieron gala de lo peor del ser humano y corrieron tras ellos para retenerles por la fuerza. Con la barriga llena, las cervezas fresquitas entre el gaznate y la neverita, y las horas protocolarias de sueño la noche antes, no tuvo que resultar difícil dárselas de guardianes de vete a saber qué para tratarles como criminales en lugar de ofrecerles agua. Los supuestos narcotraficantes tuvieron mayor suerte. Nadie se acercó a su barca. Tampoco los interrumpieron en su quehacer ni les pidieron los papeles del camión. No les tiraron ningún fardo al suelo ni intentaron ponerles una rodilla en la espalda. Los defensores de vete a saber qué, por lo que sea, aquella mañana no estaban o, de estar, no les apeteció jugar a ser Power Rangers. Igual calcularon fríamente con antelación y claro, un posible narco sí que ha comido, bebido, disfrutado de sombra y dormido lo suficiente como para que dársela de héroe salga tan barato. Mejor quedarse en la sombrilla con la cerveza fresquita, no vaya a ser que llegara otra patera a Casares y los pillase cansados.