En Europa Occidental tenemos una extraña sensación de inseguridad. También en Japón o en Australia, y en varios países asiáticos. Parece, cuando no es verdad, que nuestra vida está permanentemente amenazada, como cuando éramos cazadores-recolectores. O hasta hace unas pocas décadas. Pero no. La prohibición de las armas de fuego en los países más desarrollados, salvo Estados Unidos, nos mantienen muy seguros. Tanto que estamos a salvo de que directamente nos peguen un tiro cuando alguien discrepa con nuestras ideas políticas. O simplemente cuando siente un odio terrible. No tenemos a adolescentes que han nacido con un arma en la mano entrando en su instituto y asesinando a todo el que se le pone por delante. Ni a francotiradores expertos capaces de asesinar a un orador delante de miles de personas de un disparo certero en el cuello. Estados Unidos, ese país disfuncional que lleva siglos arrogándose la antorcha de la libertad, modificó su Constitución en 1791 para permitir que sus ciudadanos portasen armas y constituyesen milicias para, ojo, defender su propia libertad. Es la segunda enmienda, uno de los mayores errores de la imperfecta democracia estadounidense, emulado por muchos otros países de Sudamérica donde imperan los asesinatos. En la enorme crisis que supone un presidente autoritario (cuando no directamente fascista) como Donald Trump, los americanos se acercan peligrosamente al pistolerismo, una época que ya sufrió Europa y que derivó en dos guerras mundiales con millones de muertos. Somos incapaces de valorar el enorme acierto que supuso la prohibición de la tenencia de armas en las sociedades occidentales. Para que podamos seguir discutiendo. “La democracia es conflicto”, dijo el otro día Pepa Bueno en La Revuelta. Pero un conflicto pacífico en el que podamos debatir y discutir sin llegar a la eliminación física del contrario. Estados Unidos se asoma al precipicio del pistolerismo, que es quien le abre la puerta a la Guerra Civil. Y no, no sería la primera vez. La historia no se repite. Pero rima.