A mi casa no entran rojos ni mariquitas, decía mi padre. Levantando la voz, bebiendo licores recios, fumando cigarrillos y a veces pipas, limpiando sus armas de fuego, dirigía una mirada turbia a mi madre y le decía: A esta casa no van a entrar tu hermano el comunista y tu hermano del otro equipo. Temerosa de las iras volcánicas de su esposo, mi madre obedecía en silencio. Los fines de semana mi padre recibía en su casa en el campo a sus amigos militares y sus amigos civiles. Con los generales y coroneles planeaban golpes de Estado que no llegaban a ejecutarse porque el día de la conspiración todos amanecían alcoholizados, pasmados por una resaca feroz. Con los amigos... Ver Más