La Mezquita-Catedral ardió este verano. Solo un poco, pero ardió. El miedo generado por el incendio llegó a todo el mundo a través de los medios, llegó incluso hasta Bertha, mi amiga peruana, que me escribió alarmada preguntando por el alcance del siniestro. Un año antes, había viajado con su marido a Córdoba y juntos visitamos la Mezquita. Mientras esperábamos en fila para entrar, un gran guardia jurado -gran por lo de grande, que lo era y mucho- me pidió el carné de identidad. Supongo que al oírme hablar sin acento cordobés pensó que no me correspondía la entrada gratuita de residente. Cuando vio que vivo a unos cien metros de allí, me dejó pasar sin dar ninguna explicación. A partir de ahí, mi hijo, profesor de historia que hizo de cicerone, bajó el tono de voz: el papel de guía turístico está reservado solo a los que el Cabildo otorga la credencial para ejercerlo y el guardia era muy grande. Durante la larga visita, nuestro guía clandestino nos explicó, entre muchas cosas, la estructura de la Mezquita en sus orígenes y la claridad que entraba por los arcos ahora tapiados con capillas. Nosotros, al escucharlo, tratábamos de imaginar de qué manera la luz iluminaría el bosque de columnas y el trayecto de sus sombras al desplazarse sobre ese suelo liso que con el tiempo fue sembrado de lápidas.