El plan anunciado, disfrazado de oportunidad histórica, es en realidad una hoja de ruta para lo que ya se conoce como "colonialismo 2.0", en la que Estados Unidos y Reino Unido vuelven a asumir el papel de gestores directos del territorio y de la economía palestina La imagen que nos dejó el viaje presidencial a Israel y Egipto para la firma de ese llamado “acuerdo de paz” no fue la de un líder que inspirase dignidad (una palabra que es antónimo de la palabra Trump), sino la de un espectáculo penoso, una parodia de la diplomacia. Donald Trump llegó con todo el aparato escénico, el despliegue mediático y las poses ensayadas, pero sin un mínimo de respeto real por el sufrimiento acumulado en esos territorios. Su actitud fue más la del conductor de un reality show que la de un jefe de Estado consciente de la carga histórica de cada gesto. Qué se podía esperar. En Jerusalén, ante las cámaras, parecía más preocupado por la foto triunfal que por el trasfondo moral de lo que, presuntamente, se estaba firmando. Un “acuerdo de paz” invalidado por las ausencias, por las voces silenciadas de las víctimas, por las demandas enterradas bajo capas de un vergonzoso protocolo sobre alfombras rojas de sangre. Y allí estaba él, sonriendo diabólicamente, saludando como quien inaugura un campo de golf, ajeno a la contradicción obscena entre la ceremonia y la hemorragia aún fresca en Gaza. En El Cairo, la escena se repitió, barnizada de discursos vacíos, de falsos guiños cómplices a líderes que comparten con él la habilidad de llamar “estabilidad” a la represión y la invasión, y hasta de descalificaciones machistas. No hubo una palabra de reparación, ni de justicia, ni de derechos humanos; solo una narrativa de éxito fabricado para la exportación, con titulares diseñados para el consumo rápido de la opinión pública mundial. El supuesto pacto se presentó como un logro histórico, pero su fragilidad se respiraba en cada rincón, como una obra de cartón piedra que aguanta mientras dura la patética función. Lo más insultante fue la falta de duelo, de conciencia, de humanidad. Firmar un texto que presuntamente pone fin a décadas de conflicto (es decir, de violencia y colonización), y hacerlo sin reconocer el dolor que lo llevó hasta allí, es un acto descarnado y cruel de propaganda. Allí, bajo los flashes , Trump no representó la esperanza ni la reconciliación, sino la política convertida en negocio: el de su imagen y el de su bolsillo (que comparte con su hija, su yerno y algunos amigotes de la inmobiliaria para quienes pidió muchos aplausos). Un viaje que debería haber transmitido solemnidad, por fake que esta fuera, se transformó, por su actitud, en la mejor representación de la mayor vergüenza internacional. La implicación de Jared Kushner e Ivanka Trump en las negociaciones de este acuerdo de paz en Oriente Próximo es una pieza fundamental, no solo por su peso simbólico como miembros de la familia del capo, sino, sobre todo, por el hecho de que ambos han actuado como verdaderos agentes de intereses privados revestidos de autoridad diplomática. Kushner, amén de su historial como arquitecto de los nefastos Acuerdos de Abraham y su ausencia total de experiencia diplomática real, ha vuelto a ejercer en Gaza las mismas tácticas oscuras de siempre: negociar como si estuviera cerrando un trato inmobiliario, intercambiando papeles y presionando a las partes como si lo que estuviera en juego no fuera la vida de millones de personas, sino la plusvalía de unos terrenos frente al mar. El propio Kushner ha fantaseado en público sobre el “potencial” de las propiedades costeras de Gaza, llegando a proyectar públicamente la posibilidad de transformar la Franja en un centro de resorts , hoteles y comercios que haría palidecer a cualquier iniciativa de reconstrucción basada en el respeto y la justicia. La familia Trump, con sus socios e intermediarios habituales, aspira a transformar una región devastada por la invasión genocida en un polígono de inversiones a medida, con expectativas declaradas de retornos millonarios. Ivanka, la hijísima de Trump, respaldaba también abiertamente las negociaciones o, mejor dicho, los negocios, como si el dolor ajeno fuese solo un elemento manejable para la consolidación de su propia marca familiar, en busca de rédito político y económico. Daba mucha grima ver a ese Trump desalmado, pero sobre todo a esa hija y ese yerno, impecables, impolutos, tan limpios y depilados, representando una “prosperidad económica” sin la más mínima mención a la autodeterminación del pueblo palestino Todo este andamiaje (dicho casi en sentido estricto) revela un interés evidente en controlar los procesos no para garantizar la paz y la estabilidad, sino para asegurarse la mejor posición en el festín económico que sucede a la devastación provocada. Primera fila, prime time . No es solo una sospecha: es la crónica de una apropiación anunciada. La paz -como les conviene definirla a los Trump- es rentable en la medida exacta en que legitima negocios familiares y abre el jugoso mercado de la reconstrucción. Así, el papel de la hija y el yerno del presidente de Estados Unidos no es el de mediadores nobles, sino el de promotores de una política que lleva el apellido Trump, el sello del beneficio inmediato y la vergüenza de anteponerlo al sufrimiento humano extremo. La firma del supuesto acuerdo de paz promovido por Trump no es sino el telón de fondo para la continuación -y, en muchos casos, la intensificación- de la colonización israelí en Gaza y Cisjordania. El plan anunciado, disfrazado de oportunidad histórica, es en realidad una hoja de ruta para lo que ya se conoce como “colonialismo 2.0”, en la que Estados Unidos y Reino Unido vuelven a asumir el papel de gestores directos del territorio y de la economía palestina. En Gaza, lejos de garantizar la soberanía y los derechos del pueblo palestino, el acuerdo legitima una ocupación sin plazos ni garantías de retirada y otorga su administración a nombres tan infames como Trump y Blair: actores que han hecho del negocio su bandera y del expolio su método. Cisjordania, por su parte, ni siquiera aparece en los documentos del acuerdo, lo que equivale a condenar su futuro a la indefinición calculada y al albur de la voluntad del gobierno israelí, que ya ha anunciado nuevos proyectos de expansión colonial, como el proyecto E1. Este plan fractura aún más el territorio y sepulta cualquier posibilidad de un Estado palestino viable. La continuidad de la colonización es señalada por la propia Autoridad Palestina, que denuncia una escalada militar y operaciones que buscan consolidar el apartheid y la anexión. Así, entre discursos vacíos y promesas huecas, el pueblo palestino contempla cómo la paz firmada sobre el papel es sólo la coartada para profundizar en la opresión, la invasión territorial y la limpieza étnica. Así que el acuerdo firmado bajo la dirección de Donald Trump y los principales líderes israelíes no es más que la coartada para perpetuar y acelerar la colonización en Gaza y Cisjordania, una operación de rapiña depredadora en la que los firmantes actúan como arquitectos de un saqueo legitimado por la diplomacia internacional. Por eso estaban tan sonrientes. Benjamin Netanyahu, amparado por la bendición de la Casa Blanca, ha convertido la expansión colonial en política de Estado, normalizando el despojo y la fragmentación territorial ante una comunidad internacional claudicante y cómplice. Trump, por su parte, ha sido el gran avalista de la ocupación: lejos de actuar como mediador, ha impulsado el reparto de tierras ajenas como si se tratara de un reparto de favores personales. La relación de complicidad entre estos dirigentes va más allá de la política: es un pacto de colonizadores, un negocio compartido sobre las ruinas de un pueblo que ni siquiera ha sido invitado a negociar su destino. Ambos, Trump y Netanyahu, son responsables directos de una estrategia que, bajo el disfraz de la paz, afianza la presencia de asentamientos ilegales, destruye cualquier expectativa de soberanía palestina y alimenta la maquinaria de dominación y despojo. En este teatro de cinismo político, tanto Trump como Netanyahu deben asumir su responsabilidad como artífices de una nueva fase de colonialismo brutal y descarado en Oriente Próximo. Deberían estar pagando ya por los crímenes de lesa humanidad que han cometido o apoyado, pero lo que han hecho es retransmitir su primera junta de accionistas sobre los cadáveres palestinos.