Llovió el futuro

Por Carlos Peraza Analista Las lluvias de este fin de semana no fueron una tormenta más. Fueron un aviso. En menos de 72 horas, los cielos descargaron sobre México lo que antes caía en un mes entero. Decenas de municipios quedaron bajo el agua, se reportaron más de 60 personas fallecidas, desaparecidas y miles de familias desplazadas. Se habló de “precipitaciones históricas”, de “fuerzas de la naturaleza”, como si lo ocurrido fuera un capricho atmosférico. No lo es. Es el cambio climático en acción. El país entero está aprendiendo —a golpes— lo que los científicos llevan años advirtiendo: las lluvias no son más intensas por azar, sino por calentamiento. El aire más caliente retiene más humedad; cuando esa masa se libera, lo hace con una violencia inédita. Las precipitaciones extremas se multiplican, los drenajes colapsan y los suelos se saturan hasta ceder. El agua ya no cae donde debería ni cuando debería. Y aunque el fenómeno sea global, las consecuencias en México son desiguales: afectan más a quienes viven cerca de los cauces, en zonas irregulares o en municipios sin infraestructura básica de resiliencia. Durante décadas nos acostumbramos a la idea de que el cambio climático era un asunto del futuro, algo que enfrentarían nuestros hijos. Pero el futuro ya está aquí, empapado, lodoso y mortal. Lo que ocurrió en Veracruz, Puebla, Hidalgo y otras localidades no es un accidente meteorológico: es el nuevo patrón de una crisis que ya se volvió estructural. La Comisión Nacional del Agua registró acumulados superiores a 400 milímetros en apenas tres días en la zona centro-sur del país, el doble del promedio histórico para todo octubre. Las imágenes satelitales mostraron una fusión atípica entre un sistema de baja presión del Caribe y una corriente de humedad del Pacífico. Es decir: fenómenos que antes actuaban por separado, hoy se combinan y potencian. El océano más cálido genera tormentas más cargadas; el aire más caliente acelera su desplazamiento. Éstos no son datos técnicos: son advertencias físicas de un sistema que se recalienta y rompe equilibrios. No es coincidencia que, en los últimos tres años, México haya tenido récords simultáneos de sequía extrema y de inundaciones catastróficas. El cambio climático no consiste sólo en más calor, sino en una mayor volatilidad del clima. Pasamos de la escasez al desborde, del fuego al fango. Las lluvias de octubre no son la primera catástrofe de este tipo ni serán la última. Lo verdaderamente alarmante es que seguimos improvisando cada respuesta. Las alertas se activan tarde, los refugios carecen de coordinación, los censos de daños se hacen con hojas sueltas y las carreteras colapsan por obras mal planificadas. En 2023 se eliminó el Fonden y se prometió un nuevo modelo de atención a desastres. Dos años después, la realidad demuestra que, sin fondos específicos ni protocolos claros, el costo humano y económico se multiplica. Lo mismo ocurre con la planeación urbana: se siguen autorizando fraccionamientos en zonas inundables, sin estudios de impacto hídrico ni supervisión ambiental. La tragedia no llega sola, la invitamos con cada omisión. Lo más preocupante, sin embargo, es la narrativa. Cada año, las autoridades repiten que “fue una tormenta sin precedentes”, cuando en realidad sí tenía precedentes. El lenguaje del asombro sirve para eludir responsabilidad. Nombrar un desastre como “inevitable” es más cómodo que admitir que fue previsible. México no necesita discursos de compasión. Necesita políticas de prevención. Y eso comienza con reconocer que lo que enfrentamos no es una emergencia puntual, sino una condición permanente. La adaptación climática no es un lujo, es una obligación de Estado. Implica planificar drenajes con visión de 30 años, reforzar bordos y cauces, y diseñar ciudades capaces de absorber agua sin colapsar. Implica también legislar de manera coherente: incorporar el riesgo climático en cada proyecto de obra pública y exigir evaluaciones hídricas antes de autorizar desarrollos inmobiliarios. Y, sobre todo, implica decidir con información científica y no con cálculos electorales. No se trata de construir diques para una administración, sino de reconstruir confianza para una generación entera. El cambio climático, además, tiene una dimensión moral. No todos pueden adaptarse. En cada desastre, los más pobres son quienes pierden más y recuperan menos. Las familias que viven junto a un río o en una ladera no lo hacen por ignorancia, sino porque la desigualdad los empujó allí. Enfrentar la crisis climática exige también enfrentar la injusticia estructural que la magnifica. Las lluvias de octubre de 2025 nos han dejado más que cifras tristes. Nos han dejado una radiografía. Cada casa caída es un símbolo de un sistema que ya no soporta su propio peso; el del abandono y la negación. No se puede hablar de sostenibilidad mientras los presupuestos para protección civil se reducen, mientras las universidades que producen conocimiento ambiental sobreviven con becas recortadas, mientras se desmantelan programas de prevención bajo la excusa de austeridad. El agua nos ha recordado lo que creíamos haber olvidado: que la naturaleza no negocia. Y que la verdadera soberanía no se mide en discursos, sino en la capacidad de un país para proteger a su gente. Las lluvias han pasado, pero el mensaje persiste: adaptarse ya no es una opción, es una cuestión de supervivencia. Si el Estado mexicano no convierte esta tragedia en punto de inflexión —con políticas, leyes y presupuestos a la altura del siglo XXI—, lo que vendrá no será una siguiente temporada de lluvias. Será una temporada permanente de desastre. Columnista: Opinión del experto nacional Imágen Portada: Imágen Principal: Send to NewsML Feed: 0