En las últimas semanas se ha vuelto a hablar del derecho a protestar como si fuera el termómetro más puro de la democracia. Se repite que mientras más marchas haya, más vivo está el espíritu ciudadano. Pero esa afirmación, tan atractiva en el plano teórico, ignora algo fundamental: la protesta no es el fin de la democracia, sino el síntoma de que sus canales institucionales no están funcionando.