¿Cómo empezamos a ser adictos a los alimentos ultraprocesados?

Bernardo Morato Los humanos llevamos milenios procesando alimentos . Los neandertales asaban carne al fuego; las comunidades prehistóricas molían granos silvestres para hacer pan; y en el siglo XIX se enlataban frutas para transportarlos y preservarlos. Pero a finales de ese siglo, las empresas comenzaron a fabricar comestibles muy distintos a todo lo que una persona podía preparar en casa. Estados Unidos (y nosotros en México, indirectamente) no se volvió adicto a los alimentos ultraprocesados de la noche a la mañana. Fue una deriva lenta, casi invisible, que empezó cuando la industria descubrió que podía embotellar la novedad, estandarizar el sabor y vender tiempo. A finales del siglo XIX, irrumpieron productos que nadie podía replicar en casa: Coca-Cola en 1886, la gelatina Jell-O en 1897, la mayonesa Hellmann's en 1913. Después vendrían el Spam, el queso Velveeta, los Kraft Mac & Cheese y las Oreos: los precursores de una categoría que décadas más tarde los científicos bautizarían como “ultraprocesados”. La promesa era moderna: conveniencia, constancia, vitaminas “añadidas”. El resto fue cultura. La Segunda Guerra Mundial les dio esteroides. Para alimentar a soldados lejos de casa, la industria diseñó quesos en polvo, papas deshidratadas, carnes enlatadas y barras de chocolate que no se derretían; añadió conservadores, saborizantes, vitaminas sintéticas y empaques a prueba de golpes. Al volver la paz, esas soluciones de campaña se colaron por la puerta grande de la cocina. Los comerciales prometían nutrición superior y minutos recuperados : “crecer más grandes y más fuertes”, aseguraba Wonder Bread —sí, el mismo Pan Wonder, sólo que en Estados Unidos el dueño es otro— a los padres, mientras los anuncios de Tang presumían “más vitamina C y A incluso que el jugo de naranja más fresco” y Pillsbury le facilitaba todo a las amas de casa para hacer pasteles en el horno. En 1959, la revista TIME dio por inaugurada la nueva normalidad con una escena doméstica: “Una preparación tan rápida habría hecho estremecer a la abuela, pero hoy trae sonrisas de alegría a millones de amas de casa estadunidenses”. La idea de que un producto en caja pudiera sustituir a la olla heredada cambió para siempre el menú familiar. El contexto ayudó. Mientras más mujeres se incorporaban al trabajo remunerado en los años cincuenta y sesenta, los congeladores domésticos se llenaban de palitos de pescado, waffles y cenas completas listas para horno. Las familias abandonaban las granjas y se asentaban en suburbios provistos de supermercados rebosantes de novedades empaquetadas. La cocina, antes centro del día, empezó a parecer un trámite. Luego llegó la abundancia de grano . En los años setenta, la conjunción de fertilizantes, pesticidas, semillas y subsidios duplicó los suministros de maíz y trigo . De ahí salieron ingredientes baratos —jarabe de maíz de alta fructosa, aceites vegetales refinados, almidones modificados— que hoy acechan en la etiqueta de casi todo. Se estaba levantando, en palabras de David A. Kessler, excomisionado de la FDA, “un universo alternativo de productos alimenticios”. La televisión hizo el resto: el Tigre Toño de las Zucaritas y Pedro Picapiedra como imagen de los cereales Cocoa Pebbles borraron la línea entre caricatura y anuncio, conquistando paladares de niños desde temprano . La industria entendió que podía “ser dueña de ustedes desde los primeros años”. En los ochenta, Wall Street exigió más crecimiento y las empresas respondieron con oleadas de snacks y bebidas , mercadeadas con la astucia que las tabacaleras habían perfeccionado. Cuando las autoridades recomendaron “menos grasa”, nacieron las galletas sin grasa y los refrescos “light” con sustitutos de grases (y los retortijones que las acompañaron) y edulcorantes. Mientras tanto, la cintura del país se ensanchaba: la obesidad infantil se triplicó y la de los adultos se duplicó entre mediados de los setenta y principios de los dos mil. La modernidad alimentaria tenía un costo. En el siglo XXI, los ultraprocesados colonizaron cafeterías escolares, aeropuertos y despensas. Hoy aportan más de la mitad de las calorías que consumen los estadunidenses; los niños y adolescentes rozan el 62%, frente al 53% de los adultos, según un informe de los CDC con datos de 2021-2023. La cifra, aunque muestra una ligera caída respecto a 2017-2018, confirma la omnipresencia de estos productos en la dieta nacional. Con el péndulo cultural girando, el país tiene ahora un secretario de Salud con un credo alimentario combativo. Robert F. Kennedy Jr. ha dicho sin rodeos: “Nos estamos envenenando y esto proviene principalmente de estos alimentos ultraprocesados” . No promete prohibir hamburguesas ni refrescos , pero sí “darle la vuelta” al suministro: eliminar colorantes derivados del petróleo, sacar aditivos polémicos de cereales infantiles, y fijar una definición uniforme de “ultraprocesado” junto con la FDA y el USDA para ordenar investigación, guías y etiquetado. También ha anunciado campañas públicas para vincular estos productos con la diabetes y otras enfermedades crónicas... y no necesariamente una "ley de etiquetado", como se ha aplicado en varios países de América Latina, incluyendo a México. El empuje oficial llega en paralelo a un debate científico cada vez más robusto. Dos líneas, en particular, han moldeado la discusión. La primera, epidemiológica, muestra asociaciones consistentes entre mayor consumo de ultraprocesados y obesidad, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares, deterioro cognitivo y mortalidad; una revisión reciente y varios cohortes multicéntricos alimentan el consenso, aun con la cautela de que correlación no equivale a causalidad. La segunda, experimental, ha probado que, a igualdad de calorías y nutrientes en el papel, quienes comen dietas ultraprocesadas tienden a ingerir más y a ganar peso que quienes comen mínimamente procesado . Es decir, la ingeniería culinaria moderna parece activar apetitos que la etiqueta no captura. Un espejo global: Europa, Asia y América Latina La adicción estadounidense no es una rareza aislada, sino el punto más alto de una transición mundial. En Europa, el promedio de calorías procedentes de ultraprocesados ronda el 27%, pero las diferencias son enormes: Italia y Rumania rondan el 14%, mientras Reino Unido y Suecia suben hasta el 44%. Entre adolescentes británicos, estudios recientes estiman dos tercios de la ingesta diaria como ultraprocesada. La tendencia ha provocado que autoridades sanitarias nacionales y organismos regionales pidan regulaciones de marketing, compras públicas y reformulación. En Asia, el retrato es distinto: la penetración aún es más baja, pero crece deprisa. En la próspera Guangdong (sur de China), el porcentaje de calorías provenientes de ultraprocesados pasó de 0.9% en 2002 a 8.5% en 2022 ; entre estudiantes, el salto fue de 0.4% a 17.3%. Lo que hoy parece “modesto” en términos relativos es, en términos de velocidad, un cambio de época: un mercado gigantesco que está reescribiendo su dieta. MDPI América Latina libra quizá la batalla política más sofisticada. Desde Chile —pionero en las advertencias frontales tipo “alto en”— hasta México, la región ha desplegado etiquetados de advertencia y restricciones a la publicidad infantil; la evidencia sugiere que estas medidas redujeron compras de azúcar y reorientaron decisiones del consumidor. Aun así, el consumo avanza: en México, estimaciones recientes sitúan cerca de 33% de la energía diaria proveniente de ultraprocesados , con un incremento sostenido en compras de estas categorías durante tres décadas. El contraste con el 50-60% anglosajón no debe tranquilizar: la trayectoria importa tanto como el nivel. Visto en conjunto, se traza una ley casi económica: donde los ultraprocesados se abaratan y la vida se acelera, el costo en la salud sube. En Reino Unido y Estados Unidos —los dos mercados más profundos— superan la mitad del menú y se asocian con un mayor riesgo de muerte prematura; en países de ingresos medios como Brasil o Chile, las cifras son menores (20-30%) pero la curva es ascendente y el efecto sobre carga de enfermedad ya es mensurable. La conclusión de un análisis multinacional reciente es tajante: por cada 10% extra de ultraprocesados en la dieta, el riesgo de morir antes de los 75 años aumenta 3%. ¿Estamos en un punto de inflexión? Que el secretario de Salud hable de “envenenamiento masivo” es un síntoma: la conversación pública cambió. El programa Make America Healthy Again (MAHA) —la sombrilla que agrupa la agenda de Kennedy— ha puesto bajo revisión la definición oficial de “ultraprocesado”, un paso técnico con efectos cascada: investigación, etiquetado, compras gubernamentales, guías alimentarias y estándares escolares. En paralelo, la FDA anunció el inicio del retiro escalonado de colorantes sintéticos como el rojo 40 y el amarillo 5, mientras prepara atajos regulatorios para alternativas naturales y reabre el proceso GRAS (reconocido generalmente como seguro) que permitió a muchos aditivos entrar por la puerta trasera. Hay ruido, sí; pero también reformas concretas en curso. La industria responde que demonizar la “ultraprocesación” simplifica en exceso y confunde a consumidores que necesitan opciones accesibles. No faltan los matices: algunos panes rebanados o yogures con nutrientes saludables caen, por definición formal, en la misma categoría que galletas y refrescos. Por eso la batalla por la definición —qué cuenta y qué no— es más que semántica. En el camino, Kennedy ha tropezado con sus propias contradicciones (como cuando promocionó comidas “médicas” que contenían aditivos que antes cuestionó), recordatorio de que gobernar el suministro alimentario, con su maraña de cadenas, subsidios y presupuestos públicos, es más difícil que dar una entrevista. Sería cómodo pensar que esto se resuelve con voluntad individual : cerrar la boca a 'comer por deporte', buscar opciones más sanas y pagar la suscrupción de un gimnasio. Pero una década de investigación sugiere otra historia. Los ultraprocesados están diseñados para que comamos más; son baratos, ubicuos, emocionalmente familiares . El 70% del anaquel estadunidense pertenece hoy a esa galaxia, y aunque los CDC detectan una leve caída reciente, el camino de vuelta será largo . Kessler lo dice sin romanticismo al New York Times : nuestra dependencia “se ha estado gestando durante décadas” y “podría llevar décadas revertirla”. El resto del mundo mira el espejo. Europa debate si poner límites a lo que se ofrece en escuelas y hospitales; Asia, con China al frente, importa hábitos a velocidad inédita; América Latina refina su etiquetado frontal y explora impuestos y compras públicas “que prioricen alimentos reales”. En todas partes, la pregunta es la misma: ¿cómo romper una economía política del sabor que, durante más de un siglo, nos vendió tiempo y terminó comprando nuestra salud? Quizá la respuesta empiece por un cambio de historia. Durante generaciones, la publicidad nos contó que el progreso sabía a polvo brillante que se revuelve en agua : Hoy, la narrativa que gana terreno es más austera: cocina simple, ingredientes reconocibles, menos envoltorios. Si Estados Unidos logra mover su paladar, lo hará con reformas que reman contra una corriente de un siglo. El mundo, que ya va tras él —o detrás de sus anuncios—, tomará nota. bm Contenidos Relacionados: ¿Por qué las redes sociales podrían desarrollar trastornos de alimentación en los jóvenes? IPN responde Salud mental y desórdenes alimenticios Salud mental y alimentación: un vínculo esencial para el bienestar diario