En torno a una frase de MAR

"No es un delincuente. Es un español que ha querido llegar a un acuerdo con Hacienda y Hacienda no se lo ha permitido”. Mediante esta contrariedad entre delincuencia y españolidad, la frase convoca una vez más el fantasma de la anti-España, una de las señas de identidad de nuestro trumpismo nacional La verdad, un obstáculo para el dogma En su reciente comparecencia como testigo ante el Tribunal Supremo, Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Díaz Ayuso, pronunció estas frases memorables: “No es un delincuente. No es un defraudador. Es un español que ha querido llegar a un acuerdo con Hacienda y Hacienda no se lo ha permitido”. Se refería a Alberto González Amador, compañero sentimental de la presidenta de Madrid, promotor de la denuncia contra el fiscal general e imputado, a su vez, por varios delitos contra la Hacienda pública —causa indisociable de la trampa judicial tendida a Álvaro García Ortiz—. Esta frase, como bien ha explicado Ignacio Escolar en este mismo diario, contiene una mentira flagrante. Pero dice también algunas verdades sobre el perfil ideológico de MAR y sobre la época en que vivimos. La primera verdad salta a la vista: es la contenida en la oposición entre “delincuencia” y “españolidad”. “No es un delincuente”, dice MAR, “es un español”, como si todos los delincuentes fueran extranjeros y, aun más, como si ser español fuese una garantía de honestidad, decencia y virginidad penal. Esta oposición, se entenderá, implica un racimo de silogismos concomitantes: si sólo los extranjeros delinquen, el gobierno que impide negociar a un nativo español, inocente por definición, es un gobierno delictivo y, por lo tanto, extranjero; o —al revés— es un gobierno extranjero y, por lo tanto, delictivo. O por lo menos ilegítimo. Así que mediante esta contrariedad entre delincuencia y españolidad la frase convoca una vez más el fantasma de la anti-España, una de las señas de identidad de nuestro trumpismo nacional. El tropo de MAR opera, pues, en varios niveles: como apología de González Amador, como acusación a García Ortiz, como denuncia del Gobierno mismo y, si se me apura, como advertencia: contra una izquierda que no es “española” y que ha cometido el imperdonable delito de querer gobernar, viene a decir MAR, todo está permitido, incluso —o sobre todo— la mentira. Pero la declaración citada contiene otra verdad más sutilmente amenazadora. Veamos. Ningún lector ignora lo que el propio MAR sabe: que se puede ser español y cometer un delito; y que se puede cometer un delito sin dejar de ser español. Aun más, se puede cometer un delito sin ser un delincuente. De hecho, esta sutileza es la que sostiene todo el armazón del derecho penal democrático. En castellano tenemos dos verbos cuya diferencia se expresa en otras lenguas por otras vías: “ser” y “estar”, con los que nombramos la distinción entre una condición y un estado o, si se prefiere, entre una identidad y una situación. Es verdad que la vida es un “estado”, pero dura lo suficiente como para que nos empeñemos en introducir en ella el “ser”: “estamos” vivos, pero “somos” humanos. Lingüísticamente tendemos a esencializar nuestras peripecias, para tratar así de detener la inestabilidad un poco angustiosa de la existencia; de ahí que procuremos una y otra vez separar lo que nos define de lo que sencillamente nos ocurre. Se “es” español y se “está” de pie o sentado; se “es” alegre y se “está” hoy de mal humor. La ambigüedad, sin embargo, es tan grande que el lenguaje coloquial muchas veces duda. ¿“Somos” calvos o “estamos” calvos? ¿“Somos” o “estamos” solteros? Por eso conviene mantenerse alerta y, en caso de vacilación, apostar siempre por los verbos de estado para recordar de ese modo la mutabilidad y perfectibilidad del ser humano. La diferencia entre la derecha y la izquierda tiene que ver también con la inclinación mayor o menor a usar el verbo “ser”; cabe decir que parte del malestar de la extrema derecha se fundamenta, en realidad, en su rechazo del verbo “estar”: ¿se “es” o se “está” mujer? ¿Se “es” o se “está” español? ¿Se “es” o se “está” pobre? En el caso del Derecho, esta apuesta por el verbo “estar” es crucial. La frase de MAR habría sido excelente desde todos los puntos de vista si se hubiese formulado de esta manera: “González Amador no es un delincuente, es un hombre que ha cometido un delito”. Extranjero o español, nadie “es” un delincuente. Podríamos decir que “estamos” delincuentes en el acto de violar la ley, pero nunca antes o después del delito. “Antes” del delito no “somos” delincuentes porque no estamos predeterminados a delinquir; es la llamada “presunción de inocencia”, una ficción protectora que exige que nadie pueda ser prejuzgado en virtud de una condición o identidad anterior o, valga decir, que obliga a presentar pruebas del delito, renunciando a valorar nuestros actos a partir de las cosas que “somos” (españoles o chinos, blancos o negros, hombres o mujeres). Ahora bien, “después” del delito tampoco “somos” delincuentes porque, incluso si se prueba nuestra culpabilidad y se nos condena, la pena no está concebida, o no debería estarlo, como castigo sino como vía de rehabilitación y reinserción social: si no estoy condenado a cometer un primer delito, mi primer delito no me condena tampoco a reincidir (salvo porque muchas veces, como ocurre en EEUU, los tribunales y las cárceles están pensadas precisamente para eso). Nadie “es” delincuente, ni siquiera a fuerza de reincidir. Es cierto que el castellano esencializa las profesiones (“soy escritor” o “soy soldador”, como si uno estuviese, en efecto, soldado a su soplete) y no menos cierto que podría ocurrir, por ejemplo, que un alunicero detenido muchas veces por la policía acabe interiorizando con orgullo sus transgresiones al modo de un oficio, como es el caso del famoso Niño Juan, arrestado ciento veinte veces y al que podemos imaginar imprimiendo una tarjeta en la que figure bajo su nombre su vocación: “maestro alunicero”. Pero incluso al Niño Juan habrá que concederle una oportunidad más si es que queremos proteger nuestra inocencia de la arbitrariedad y la dictadura. No nos hagamos ilusiones: el Mal sin duda existe, más entre los ricos que entre los aluniceros, pero el Derecho no se ha inventado para evitar o castigar el Mal (dos cosas imposibles) sino para proteger la normalidad. Y para eso —para no acabar siendo víctimas de un poder totalitario— hay que tratar el Mal como si fuese también él reparable. El Derecho entraña, sí, un riesgo grande: el de dejar escapar a un malvado. Pero su abolición entraña uno mucho mayor, pues sin él todos podemos ser tratados como malvados por igual. MAR, hombre inteligentísimo que no da puntada sin hilo, sabía muy bien que la oposición delincuencia/españolidad tenía que formularse así, en términos esencialistas. No podía decir “Alberto no ha cometido ningún delito” porque sí lo ha cometido (según él mismo ha reconocido) y porque sí cabe imaginarse a Alberto (o a cualquier otro) cometiendo un delito. Es más difícil imaginarse, en cambio, a un hombre blanco, joven, bien trajeado, rico, “siendo” un delincuente. Un consagrado imaginario clasista y racista, en efecto, asocia la delincuencia —y el verbo “ser”— con ciertos rasgos, ciertas etnias y cierta situación social: el Niño Juan, por ejemplo, encaja mejor en ese rubro, como los inmigrantes o los musulmanes. En la frase de MAR todo concurre, pues, a este efecto retórico: el de evocar un mundo en el que, haga lo que haga, un tipo como González Amador no puede “ser” jamás un delincuente y en el que los que sí lo “son” deben ser tratados sin derecho y sin compasión, incluidos los miembros y partidarios del gobierno “social-comunista” de Pedro Sánchez. Así que por debajo de la mentira de MAR asoma al menos la puntita de algo aún más peligroso para la democracia: la sombra del así llamado “derecho penal del enemigo”. Es lo propio de los regímenes dictatoriales. Es el modelo de Trump en el Caribe. De Netanyahu en Gaza. De Putin en Rusia. De Bukele en El Salvador. De Erdogan en Turquía. Etcétera, etcétera, etcétera. En esa pequeña, riquísima frase de MAR está contenida, ay, la nueva España y el nuevo mundo al que quiere conducirnos el trumpismo global.