¿Es Rosalía una 'femcel'? Representaciones feministas en la era del mal querer

Desde el día en que la madrileña Plaza del Callao, atiborrada (esto siempre) de perplejos turistas y de un fandom enloquecido que acudió, sin dudarlo, a la llamada improvisada –y sancionada– de un directo en redes sociales para descubrir la portada de Lux , el nuevo trabajo de Rosalía, no dejo de darle vueltas a una misma idea: ¿es Rosalía una femcel ? La portada es simple: un fondo liso de apagado azul celeste , tan solo interrumpido por una Rosalía que, de perfil y mirando con aura resignada hacia otro lugar que no es el objetivo de la cámara que le apunta, se viste con una toca de monja novicia y lo que parece evocar una camisa de fuerza. Blanco puro, azul y tres letras: Lux , o lo que es lo mismo, la palabra ‘luz’ en latín. Esta estética, que cabalga ágilmente entre lo provocador y lo espiritual, rememora imágenes de tiempos pasados, de mujeres presas de su fe, devotas, sin deseo –en la acepción más amplia de la palabra–, resignadas, que miran hacia otro lado aunque sepan que algo sí que las mira a ellas. Me pregunté si tal vez no fuera casual que, en un mundo donde la extrema derecha vuelve a repicar con fuerza sus campanas, esa puesta en escena no fuera simple azar. En un rápido vistazo por Instagram pronto renacen reverberaciones de representaciones de antaño: conceptos como tradwife , ‘mujer estoica' o ‘mujer de valor’ comienzan a plagar mi feed . Se mezclan con vídeos de mujeres relativamente jóvenes y grupos de chavalas que me invitan, incluso a golpe de bombo-caja y barras, a acercarme a Dios , a cultivar el saber y el autoconocimiento a través de la espiritualidad. Además de cuestionar a quién le regalo mis cookies , la reflexión consiguiente conecta con la imagen impertérrita de una Rosalía devota ya de cuna: la vuelta a la reclusión de las mujeres a una esfera privada. Decía Jürguen Habermas en uno de sus ensayos que se debía recuperar el sentido crítico de una opinión pública mercantilizada y servil con lo que nunca debió serlo: el poder. La contraponía un concepto de ‘esfera privada’ relacionado con el ámbito del hogar, los cuidados y la economía familiar: lo que no era público , el sitio donde los individuos desarrollan su identidad y subjetividad antes de participar en la esfera pública. Curioso. Ahora, la opinión pública la copa una amalgama de ideas conservadoras que alcanzan cumbre en grandes líderes mundiales: Donald Trump, Giorgia Meloni o Javier Milei a la cabeza de importantes países, cada uno de ellos con su traducción homóloga en cada rincón, por lo menos, del mundo occidental (u occidentalizado) que decide mostrar la lupa de mi perfil de Instagram. Todos apuntan a lo mismo: en un mundo prácticamente agotado en recursos, la competencia es feroz, y debemos ser los primeros en blindarnos ante las amenazas . La lógica es simple: no es qué lo amenaza, sino quién , en la guerra del penúltimo contra el último. El enemigo es el otro, ya no el de arriba : migrantes, mujeres, progres , personas woke y todo aquel que conteste a la estética de hombre cis, blanco, heterosexual y funcional que ejerce ejemplarizante poder. La jerarquización se vuelve norma , porque en la cúspide de la pirámide no caben muchos, cuanto menos muchas. Tal es el clima, que operan lógicas locas reflejadas en última instancia en estos hiperliderazgos ampliamente narcisistas que no dudan en criminalizar al diferente. Algo que se normaliza y reproduce hacia abajo, empezando asimismo a operar en la relación social básica desde un sentido individualista, ajeno a la empatía, donde ni el vínculo primario se ofrece como lugar seguro. No se salva tampoco esa esfera privada, el amor, donde la manipulación, el ghosteo , la mentira y el miedo patológico al abandono comienzan a campar a sus anchas en las relaciones de pareja, siendo la estrategia virtud y la ingenuidad debilidad. Impera un mantra: someter a una bajo el control de otro por el miedo a que sea más o mejor que él . A que escale pisos en la pirámide y lo abandone. Un maltrato sostenido, además, por una buena dosis de compadreo patriarcal colectivizado entre caballeros. Es posible que hoy Michel Foucault lo llamara ejercicio transversal del poder. Esto es algo que no solo ha vivido Rosalía, también la gran mayoría de mujeres. A propósito, autoras como Alana S. Portero comienzan a articular la crítica a la violencia estructural del deseo masculino, idea que se atribuyen las FEMCEL –mujeres que viven la exclusión del deseo romántico y sexual–, ya sea por no ajustarse al ideal heteropatriarcal de belleza femenina o por elegir conscientemente no acatar las normas de género. Surge como contraposición a los INCEL , hombres cis condenados a un celibato involuntario del que culpan a las mujeres por sus excesos en los estándares estéticos del gusto. La serie Adolescence lo plasma escrupulosamente bien, además de ubicarlo: las redes sociales como caldo de cultivo. El otro –la otra– concebido como enemigo a batir en un tablero donde todo se vale, y donde se canaliza y organiza, sin filtros –aupados además por los delirios algorítmicos de algún que otro magnate fanático–, el descontento. Así, ser femcel se ha convertido en una suerte de movimiento (miren los vlogs de Esty Quesada, conocida como Soy Una Pringada, si no me creen), pero también en una opción: nace de mujeres cansadas de relacionarse con hombres que no respetan su autonomía , de la frustración de los corsés que el amor romántico, heterosexual y monógamo les impone. De esto ya hablaba Brigitte Vasallo, que dice que lo que define la monogamia no es la exclusividad, sino la importancia de la pareja frente a los amantes u otros amores. La jerarquía, en definitiva. La pregunta es pertinente: ¿puede operar el ideal conservador como algo performativo o transformador? ¿Tendrá que ver el auge de la extrema derecha en ello? Es tentativo pensarlo, claro, y atrevido. De alguna manera, la ‘esfera privada’ siempre ofreció cobijo a las mujeres, ya sea por hecho o por ley, lejos de la mirada masculina. Algunas de estas cuestiones las plasman muy bien múltiples producciones audiovisuales: series como Los Bridgerton y sus sesiones femeninas de té donde se escondían vicios, infidelidades, abortos y relaciones lésbicas, o entre las bambalinas de los bailes-escaparate donde las plumas de las mujeres escriben y se expresan libremente en cómplice secreto; también las mujeres Shelby (los personajes femeninos principales de la serie Peaky Blinders ) y la organización colectiva de sus reivindicaciones dentro de la casa de apuestas amañadas con olor machuno a tabaco y whisky, o los encuentros en el salón de la televisión de las madres desposeídas, abandonadas inquilinas de la Pensión Paradise , en Superstar , la estupenda ficción biográfica que narra las desventuras de Tamara y su “No Cambié”. ¿Por qué no lo puede ofrecer, entonces, el claustro religioso? Se resume prácticamente en lo mismo: una vida tradicional, alejada del deseo y la voluntad del hombre humano por austera y por célibe, por el antiamor . ¿Permite este aislamiento del mundo terrenal masculino la exploración de la espiritualidad? ¿El cultivo de la inteligencia? ¿Es una forma de lograr una habitación propia ? ¿Es posible, desde ahí, ver la Lux ? Esta cuestión ofrece algo que no es fácil encontrar en un mundo hipercompetitivo y ultramasculinizado: seguridad para ser y crecer lejos de las estructuras dominantes. Y lo hace con el simple gesto de adoptar una estética no deseable pero que encaja casi a la perfección en sus patrones morales . Y como cosa privada, no molesta, no hace ruido, es invisible y ajeno a lo público . O eso parece. Quizá Rosalía, mostrándose loca y santa, vapuleada por una suma inconfesa de mal querer heterosexual tan solo sostenido por motomamis de diversa índole y procedencia, haya encontrado así una opción de ser más allá de lo que quieran otros que sea. Hágase, entonces, la luz. Salve Rosalía. ________________________________ Alba González es socióloga especializada en comunicación.