La respuesta está en la educación

Iba camino del obrador para recoger, como cada martes, pues aún confío en las costumbres para ordenar la caótica realidad, la hogaza de maíz y trigo blanco que encargo todas las semanas. Vivo en un barrio en el que abundan los colegios, públicos y concertados, todos cerca de mi casa, alguno incluso a la vuelta de la esquina. Era más o menos la hora a la que los chavales salen de clase, sobre las dos de la tarde. A pocos metros de llegar a mi destino, me encontré con un grupo de adolescentes muy numeroso, prácticamente llenaban la acera y tuve que abrirme paso entre ellos. Aunque llevaba los cascos puestos, pues acababa de escuchar una entrevista del periodista David Remnick a Zohran Mamdani, flamante y esperanzador alcalde electo de Nueva York, pude oír, aunque preferiría no haberlo hecho, como el Bartleby de Herman Melville, lo que uno de los chicos dijo tras forcejear con otro: «El maricón es él, que solo sabe pegar así». Me quedé abatida. Recibí aquellas palabras, que no iban dirigidas a mí, como si fueran un puñetazo al aire que termina golpeándote, una de esas balas perdidas que acaba provocando un daño fatal. El lenguaje, para mí, puede llegar a ser tan violento como un ataque físico. No soporto la agresividad verbal, tampoco los gritos, y me incomodan los insultos y las palabrotas, soy incapaz de gestionar una discusión con alguien que recurre a ellos. Pero es que, además, la frase de aquel chaval, aparentemente inocente, intrascendente, traslucía uno de los problemas más importantes que, como sociedad, afrontamos: la educación. Todo parte de ella, viene de ahí, especialmente de la que los jóvenes reciben en casas en las que la palabra maricón sigue empleándose como insulto y para denigrar al que es visto como diferente, aunque no lo sea, porque no encaja en los mismos moldes normativos que yo, hace ya 20 años, tuve que romper y que, lejos de desaparecer, constriñen cada vez más. Ese día no me volví para decir nada, opté por la prudencia o quizás fue cobardía, me amparé en un silencio que tal vez me haga cómplice de la desidia con la que estamos construyendo el tejido social. Unas semanas antes había mantenido un encuentro con estudiantes, mujeres en su mayoría, de entre 23 y 25 años, del prestigioso Colegio de Europa en Brujas, de donde cada año salen las mentes más preclaras en el campo de la diplomacia y las relaciones internacionales. De todas las preguntas que me trasladaron, hubo una que reflejaba una profunda preocupación y a la que no supe qué contestar: ¿qué podemos hacer para contener la brecha que se está abriendo con nuestros compañeros, seducidos por la ultraderecha, radicalizados, sin interés por las humanidades, refugiados en una masculinidad tóxica y falsa? Todavía no tengo la respuesta, pero sé que está en la educación, la misma que ha llevado a que mi sobrino Rodrigo tenga claro, con 8 años, que quiere ser científico mientras todos sus amigos aspiran a ser futbolistas, con Lamine Yamal y Vinicius como cuestionables referentes. Me marcho ilusionada, dije al despedirme en Brujas, sé que vosotras cambiaréis el mundo. Y lo creo, de veras. Hagamos, entretanto, lo posible para no entregárselo en condiciones aún peores.