Su Majestad, el tributo

Francia lleva años sufriendo una importante huida de capital y grandes patrimonios como consecuencia de su elevada fiscalidad y la instauración de un ambiente anti-empesarial. En Gran Bretaña sucede algo parecido y se cuentan por decenas de miles las fortunas que abandonan el país por el aumento de impuestos. El debate ahora apunta a nuevas modalidades de 'exit tax' (impuestos de salida), impulsadas por el gobierno de extrema izquierda para recaudar a empresas y particulares que deciden abandonar las islas. España no es una excepción en esta tendencia. Aunque ahora estamos entretenidos con la Ley 7/2022, de 8 de abril, y el descomunal aumento de la tasa de basuras en los municipios, también tenemos nuestro 'exit tax' en el artículo 95 bis de la Ley del IRPF, que grava las denominadas 'plusvalías latentes', y en el artículo 19 de la Ley 27/2014 del Impuesto sobre Sociedades, referido a empresas. La deslocalización hacia Portugal y otros lugares incluso fuera de la Unión Europea como consecuencia de la presión fiscal y el deterioro de las condiciones para emprender o desarrollar actividades empresariales en nuestro país es un hecho, pero no parece importar mucho. De Italia o Alemania puede decirse prácticamente lo mismo. Y Países Bajos, por su parte, dispone de medidas impositivas en la misma dirección e incluso más gravosas y sofisticadas, especialmente para los denominados accionistas relevantes en determinadas modalidades societarias. Hay quien dice que Países Bajos empieza a dejar de ser 'tax friendly country'. Los más críticos se refieren a nuestros países, con mucha razón, como infiernos fiscales que impiden, no sólo el progreso de quienes trabajan y se esfuerzan, sino el desarrollo empresarial autónomo, desvinculado del poder político. Polonia tiene también un interesante pleito pendiente ante el Tribunal de Luxemburgo. Es el Asunto (C-430/25), que aborda la medida que pretende hacer pagar por ganancias no materializadas a las personas físicas que planean trasladar su residencia fiscal a otro Estado miembro de la UE. Una regulación contraria a los artículos 21 y 45 TFUE como ya tiene dicho el propio TUE. La batalla por el dinero en cualquier caso está más viva que nunca. Las ingentes necesidades de gasto público han provocado una enorme tensión entre quienes creen que hay que seguir esquilmando a quien genera o dispone de riqueza, que son la mayoría, es decir, el socialismo sociológico y patológico, y quienes piensan que esto no hará sino ahuyentarles y empobrecernos a todos. Al otro lado del Atlántico, en cambio, la apuesta parece ser justo la contraria, aunque también dispone Estados Unidos de su 'exit tax'. Pero Europa tiene una riquísima tradición relacionada con los tributos y medidas fiscales extravagantes que conviene recordar para comprender el asunto en su conjunto. Impuestos que han condicionado las vidas de los europeos y que han inspirado hasta la literatura o el cine. En esto último los italianos son imbatibles, como demuestran en Stanza 17-17 palazzo delle tasse (Michele Lupo, 1971) o, más recientemente, Io c'è (Alessandro Aronadio, 2018), en la que se llega a fundar una religión, el leonismo, en un B&B, para evitar el pago del IBI. Una maniobra que acaba, curiosamente, alumbrando una religión auténtica, con sus monjas y todo. Nuestra historia tributaria, en efecto, discurre en paralelo a no pocos acontecimientos importantes y engaños sociopolíticos, supercherías de todo tipo, acelerados y fortalecidos con la Revolución Francesa. Puede incluso sostenerse que la historia de Europa es, en esencia, una historia tributaria, pues hasta el origen de sus revoluciones, como demuestra aquella de Masianiello en Nápoles, trae su causa en la despiadada extracción. Con el triunfo incontestable de la democracia tras la II GM y la decidida apuesta por el denominado Estado social, la cuestión tributaria se convirtió en una prioridad. El Estado más que nunca es una teoría del fisco, pero un fisco que no fuera arbitrario ni abusivo, tampoco irracional. El paso del tiempo nos ha demostrado, en cambio, que nada ha impedido los desvaríos gubernamentales, las injusticias e inequidades de todo tipo, abriéndose ante nosotros un desbocado uso temerario de las finanzas públicas. Con la socialdemocracia ha triunfado, y de qué manera, la idea de que los impuestos son el precio de la civilización, que apuntó el célebre juez norteamericano. Es el dogma. Y esto no ha traído nada bueno. Digamos que la ideologización evita el debate serio y sereno sobre una cuestión que afecta a todos mucho más de lo que creemos. El esquema del pecado original está bastante definido. Primero, los manirrotos llegan al mando. Se dedican a dar, ofrecer y prometer para conservar su propio poder y estatus. Ahora ya no sólo dentro de nuestras fronteras sino en continentes enteros. Seguidamente, la verbena continua con subidas de impuestos de todo tipo y aumento de la deuda pública, sin olvidar el derecho sancionador que, en realidad, también son impuestos. Antes había devaluaciones, ahora moneda única y organismos supranacionales justificados en la disciplina fiscal, pero que acaban convirtiéndose en nuevos poderes para seguir exigiendo esfuerzos al populacho. El vicio no parece corregible sino con terapias de enfermedad terminal, aunque nunca faltarán los negacionistas –estos sí que lo son de verdad– que inventarán cualquier cosa que permita seguir esquilmando o justificar el saqueo. Y así es como llegamos incluso a los impuestos por huir, que vienen a ser una versión dulcificada del Muro de Berlín o algo así. Cierto es que venimos de una tradición en la que los impuestos han llegado a unos niveles de extravagancia desmedida y nada lo ha impedido. La lista de desvaríos es amplia y hasta divertida. Si nos remontamos al medioevo o el renacimiento, se puede citar el Impuesto por matrimonio o el tributo por el no matrimonio, es decir, cobrar a quienes se casaban o quienes no se casaban so pretexto de las necesidades de procrear o simplemente por considerar el matrimonio un asunto de estatus social. Uno de mis favoritos es el impuesto por el derecho de viento, que se justificaba porque los súbditos aprovechaban este recurso, propiedad del soberano. Y qué decir de la tasa por la barba, que apareció en Gran Bretaña. Hoy sería una fuente inmensa de recursos si pensamos en la proliferación hípster o el estilo talibán. A la altura del impuesto por orinar en el Támesis o el tributo al sombrero en Francia. De los impuestos por cruzar puentes o incluso entrar en bosques podemos decir que han sido ya perfectamente asumidos por figuras tributarias modernas o mecanismos concesionales. Ya no hay casi nada 'gratis', ni siquiera moverse. No hay aparcamientos gratuitos, cada vez hay más restricciones de movimientos, pero el impuesto de circulación es inatacable. No debemos olvidar el impuesto por tener hijos varones, el impuesto de cría o impuesto por cabeza. No había perspectiva de género aquí. Se pensó para cobrar a los campesinos porque, según parece, era un indicio claro de capacidad económica. Tampoco el yantar, una versión fiscal del derecho de pernada, es decir, la obligación dar alojamiento y comida al señor y sus tropas. Algo así como cuando el presidente de Gobierno se va de Parador, organiza sus vacaciones en bienes patrimoniales del Estado u organiza un gran sarao internacional y convida, a cargo del contribuyente, al universo mundo. Y qué decir de la alcabala, ese impuesto sobre productos básicos que llegó a América y que no hacía más que incrementar el precio y los costes del comercio de mercancías, impactando especialmente en los productos de primera necesidad. El IVA o el ITP y AJD de hoy. Una estafa inflacionista. Otro de mis favoritos es el tributo al cesto, que existió en diversas partes de la actual Italia. Era algo sencillamente maravilloso. Pero es que la obsesión con el saqueo ha sido tal, que hasta Jesucristo fue reducido a contribuyente en la obra 'El tributo', de Massacio. Un extraordinario fresco que se encuentra en la Iglesia de Santa María de Carmine, de Florencia. Creo que la práctica totalidad de impuestos eran, han sido, y son, disparatados y también injustos, por no hablar de las tasas administrativas o contribuciones. Cargas y gravámenes de todo tipo que recaen sobre actividades y necesidades cotidianas que se superponen unos con otros. Tributos que, junto a la ideología, han conseguido configurar modos cada vez más sofisticados de control social. La sisa, la talla, la mano muerta, el carnero de lobo, el diezmo… El listado es interminable. El ingenio en materia impositiva ha sido históricamente formidable. Casi tanto talento para crearlos como para justificarlos. Productos básicos, prestación de servicios, adquisición, mejora o transmisión de propiedades… Nada ni nadie, salvo quienes tienen bula gubernamental, se libra del asfixiante ecosistema fiscal en el que vivimos. Pero agradecidos, porque de ahí viene la civilización, según se nos dice. La tendencia es evidente. Impuestos, aumentos y recargos, impuestos temporales que son definitivos, sanciones administrativas que son impuestos, prestaciones que son impuestos, deuda que se convierte en impuestos, atribución de derechos que en verdad son impuestos, procedimientos que acaban siendo impuestos… Y así hasta el infinito, sin margen alguno de debate o discusión porque, en efecto, la servidumbre es dogma. ¿Cómo acabar este texto? Pues lo mejor seguramente sea recordar a ese referente de nuestra actual clase política y funcionarial, el comandante Hugo Chávez Frías, y su celebérrimo episodio sobre los impuestos. ¿Tiene o aspira a algo? «Venga acá compadre». En esto parece que estamos mientras dure la clase media.