El Partenón, como Europa, ha conocido el estruendo de la destrucción y el susurro lento de la reconstrucción. No es sólo un templo, es una cicatriz abierta al cielo. En 1687, una carga de dinamita turca –más precisamente, veneciana explotando un polvorín otomano– a punto estuvo de borrarlo del mapa. Fue una herida brutal, una explosión que desgarró la historia en mil pedazos y dejó aquella joya perfecta de la razón helénica, convertida en un torso de mármol mutilado. Pero no lo derribó. Hasta la pólvora dudó ante tanta dignidad acumulada. Y siglos después, como si la historia repitiera su música en variaciones oscuras, Oriente y Occidente vuelven a mirarse con desconfianza desde orillas enfrentadas del mismo mar. El Mediterráneo... Ver Más