Lux, Rosalía y éxtasis

La curiosidad que lleva a Rosalía a construir Lux sobre los cimientos de vidas de santas esparcidas por el mundo, cual las reliquias de Santa Teresa, es una curiosidad antropológica, por el alma humana, sus fundamentos, su acervo e historia cultural, su ética y moral. Querer crear sin recoger la herencia de esa tradición sería acudir a la batalla con las manos atadas y los ojos vendados El otro día le dije a mi amiga Marta que percibía a quienes no están sintonizados con la frecuencia de Lux , el nuevo disco de Rosalía, como si habitaran un mundo diferente al que habitamos ahora nosotras. Me respondió que los que han quedado fuera de ese fulgor transformador son fantasmas. Inútiles han sido mis intentos de pensar en u ocuparme de algo que no fuera el álbum esta semana. Y, sin embargo, la opinión publicada me ha parecido muchas veces un chiste, la recepción del público y la crítica en ocasiones mucho más genuina: rendir las armas, someterse; como publicaba el Times, surrender to this exquisite work . No reconocer una maravilla quizá consista en querer convertirla en algo que no es. Lux no es un álbum de música clásica, como discutía con otro amigo que lo enjuiciaba desde ese ángulo tras leer en The Guardian que se trataba de un choque “entre lo clásico y el caos”. Quien busque en el disco eso saldrá decepcionado. Lux no es el caballo de Troya de la Conferencia Episcopal, capaz de engendrar una ola cristiana —¡para algunos, evangelista!— de nuevo cuño en juventud ferviente en sed religiosa. Lux no es el enésimo síntoma de un giro católico en nuestra sociedad. Sí puede ser fruto, reacción o respuesta a un mundo profundamente secularizado, a su desencantamiento, navegado desde el arte: intento de algún modo, en vocación presocrática, de que todo esté lleno de dioses. Sí que es un poco un álbum de ruptura amorosa: escúchense Berghain, Focu ‘ranni o La Perla , “la lealtad y la fidelidad / es un idioma que nunca entenderá / su masterpiece, su colección de bras”. Es un viaje en el cual la artista, decepcionada o despechá’ por sexo, violencia, llantas, deportes de sangre y monedas en gargantas, habiendo perdido su fe —como ha dicho abiertamente en entrevistas— en la masculinidad contemporánea, gira hacia otra experiencia de lo trascendental; experiencia que es Dios, sí, pero también la creación artística en sí misma. Como escribe Annie Dillard, la única aspiración de un artista es iluminar el mundo: “cuando arde la vela, ¿quién mira la mecha?”. Simon Critchley publicó en 2024 el ensayo Misticismo: la experiencia del éxtasis , traducido muy recientemente al castellano por la editorial Sexto Piso. Para Critchley lo místico es la experiencia en su forma más intensa, misterio, éxtasis como forma de superación del yo: como canta Rosalía en Jeanne , “Entrégate, / que no hay manera / mejor de amar / que aniquilarse”. El ensayo de Critchley explora todos, toditos, los temas que aparecen en Lux: incluso la forma en la que Dios “es todo boca” o el misticismo cristiano puede interpretarse como una meditación que dura milenios a propósito del significado del amor divino, la nula separación entre divinidad y carnalidad, la falta de conflicto —más bien complementariedad— entre la negación y lo erótico. ¿No está Rosalía, en el precioso poema al final de La Yugular, cima de las letras del disco, haciendo eco a lo mismo que la académica Caroline Bynum describió en su ensayo sobre los objetos devocionales, cuando analizaba cómo para el cristianismo bajomedieval “un diente, un cuerpo, una gema endurecida o una enredadera que se abre pueden ser distintas entre sí y a la vez completas en el cielo que, juntas, presentan y representan”? ¿No es esa sinécdoque o igualdad la que también estructura Rosalía al decir que “el Titanic cabe en un pintalabios / Un pintalabios ocupa el cielo / El cielo, la espina / Una espina ocupa un continente / Y un continente no cabe en Él / Pero Él Cabe en mi pecho”? ¿Y no es también como la experiencia de la anacoreta Juliana de Norwich, que describía cómo Dios le había enseñado una avellana diminuta y después declarado que eso era todo lo que había hecho, y que todo existía por su amor? Se decepcionarán quienes aspiran a mancillar Lux con su interpretación cerrada y específica cuando lean a Rosalía decir que ella “resuena en el budismo, en el islam, en el cristianismo, en el hinduismo”; más allá de su experiencia con la fe, la curiosidad que lleva a Rosalía a construir Lux sobre los cimientos de vidas de santas esparcidas por el mundo, cual las reliquias de Santa Teresa, es una curiosidad antropológica, por el alma humana, sus fundamentos, su acervo e historia cultural, su ética y moral. Por cómo se ha representado, también a través y con el amor de Dios. Querer crear sin recoger la herencia de esa tradición sería acudir a la batalla con las manos atadas y los ojos vendados. Como para Nick Cave, otro referente, el Cristo de Rosalía es mucho más “la necesidad de ver el mundo a través de metáforas, símbolos e imágenes”; es decir, su Cristo es el arte, “símbolo en actualización de la bondad eterna en todas las cosas”, el “Cristo que está en todo”. Son igual de absurdas las aseveraciones de quien viera aquí a una Rosalía pacata y sumisa a los crímenes de instituciones eclesiásticas que las del culto particular que busque apropiársela o critique en su hacer un picoteo sincretista. Tiene sentido Rosalía cuando expone lo de estudiar Teología en la universidad o menciona la idea de posreligión . Como dice Critchley, el misticismo pervive en el mundo moderno en la forma de la experiencia estética. Como el Dios de Rosalía es el arte —su práctica devota, la música—, ella es capaz de ofrecernos algo tan emocionante como Lux , ser en su creación “dueña del mundo y de las ideas”. Si experimentarlo es tan emocionante, cómo debe haber sido crearlo. Nadie contempla hoy la mecha, pero quién pudiera ser vela.