Colin

Tengo la excusa perfecta para pasar de puntillas por el extraño partido de ayer contra el Barcelona (cada vez me producen más pereza los cruces contra los mal llamados “grandes” del fútbol español y toda su fanfarria absurda). Prefiero hacerlo de Colin Addison que nos dejó hace unos días a los 85 años y que recibió en Balaídos un insuficiente homenaje en forma de minuto de silencio compartido. Tal vez yo sea ya mayor o quienes deciden estas cosas demasiado jóvenes, pero el personaje merecía mucho más. No creo que el Celta haya tenido en su historia un entrenador con semejante impacto en solo una temporada, aquella que terminó en el histórico ascenso de Sestao, episodio capital para generaciones de celtistas. Addison vivió un Celta que nada tiene que ver con el actual: pobre, endeudado, sin un campo digno donde entrenar, deprimido por el reciente descenso y con una grada donde solo resistían esos irreductibles sin solución. Ojalá en estos últimos años de vida haya tenido la oportunidad de ver en qué se ha convertido aquel club al que llegó en 1986 y del que se marchó un año después tras un enfrentamiento con Rivadulla que le negó la mejora de contrato prometida tras lograr el ascenso. Ese episodio es uno de los más insólitos de la historia reciente del club y que acabó con un juicio que resolvió que el Celta debía indemnizar a Addison con casi cinco millones de las antiguas pesetas. Por el camino se vivíó una situación de máxima tensión con pintadas en las calles de los aficionados, una presentación en Balaídos sin entrenador y la plantilla negándose a subir al autobús para hacer la pretemporada hasta que el presidente les diese una explicación. “Mi Celta” diría con una lágrima resbalando por la mejilla un nostálgico de aquellas tormentas. Colin fue mucho más que un entrenador, fue un inconformista que pedía “socorro” en la prensa porque tenía la sensación de que “nadie quiere ayudar al Celta”. Hoy alucinaría. Por eso me hubiera gustado otra cosa, un homenaje acorde a su peso en la historia, a su huella imborrable, a ese carácter a veces indómito que supo trasladar al vestuario y a una grada que le estará siempre eternamente agradecida.