EL Reino Unido ha vuelto a mostrar que su democracia se asienta sobre instituciones que se respetan a sí mismas. Tras la polémica edición de un documental de la BBC sobre Donald Trump, y otras irregularidades recientes, tanto el director general de la corporación pública, Tim Davie, como su directora de informativos, Deborah Turness, han dimitido para proteger el principio rector de una televisión pagada con dinero público: la neutralidad. Lo han hecho tras conocerse las críticas de un asesor interno –un tipo de contrapeso que en España no existe–, sin mayor escándalo y reconociendo errores que, aunque involuntarios, podrían minar la confianza pública. Han renunciado por el bien de la institución, por respeto a los contribuyentes y al principio de que el ejercicio de un poder público debe tener límites. Y, sí, esto nos causa admiración. En España, en cambio, el modelo parece invertido. No dimite nadie y los que están al frente no se marcan ninguna frontera. Ni siquiera cuando un programa de máxima audiencia en RTVE presenta como 'médico' o 'sanitaria ' a una mujer que en realidad es una auxiliar administrativa y liberada sindical, sin que nadie se haya disculpado aún por tal mentira. El montaje sirvió para cargar contra la gestión sanitaria de una comunidad autónoma gobernada por la oposición. El daño a la credibilidad no ha tenido consecuencias. No ha habido ceses. No ha habido explicaciones. El silencio ha sido la respuesta institucional. La televisión pública española no solo no rectifica, sino que despilfarra. Recientemente RTVE ha recibido una inyección de 63 millones por parte del Ministerio de Hacienda para mantener su ambiciosa estrategia de producción externa, centrada en programas que elevan la audiencia a golpe de tertulias polarizadas, entretenimiento politizado y formatos pensados para agradar al poder. Su presidente, José Pablo López, lo dice sin rodeos: «Mientras pueda, seguiré pidiendo más financiación». No estamos ante un problema exclusivamente presupuestario, sino de concepción. Desde que el Ejecutivo reformó por decreto la ley de RTVE para ampliar de 10 a 15 los miembros del Consejo de Administración, y garantizar así una mayoría controlada por el Congreso –es decir, por la coalición de Gobierno– y soslayar al Senado –dominado por la oposición–, se desactivó cualquier posibilidad real de control institucional. Era tan urgente para Pedro Sánchez aprobar esta reforma que el Congreso retrasó su duelo por la trágica dana de Valencia para sacar adelante el decreto. La BBC puede estar enfrentando desafíos, pero conserva un código de honor. En España, la televisión pública está en manos de una dirección que ya no siente la necesidad de fingir neutralidad y se pliega perrunamente a lo que le manda su amo. En lugar de velar por la imparcialidad y el pluralismo, RTVE se ha transformado en un aparato de comunicación al servicio del poder, blindada por una arquitectura institucional diseñada para neutralizar la crítica. Se ha convertido en una television oficialista y obediente porque, como aduce el gobierno, era necesario para contrarrestar la crítica de los medios privados. La comparación duele. No por nostalgia de una RTVE que un día aspiró a ser como la BBC, sino por el abandono deliberado de esos estándares. Los británicos se permiten perder ejecutivos valiosos para salvar principios. Aquí, los principios se sacrifican para no perder sillones. Esta diferencia no debería dejarnos indiferentes. Porque no se trata solo de ética profesional, sino de salud democrática. Y si la imparcialidad total es una quimera, la obligación de intentarlo sigue siendo un deber. Por eso en Londres dimiten. Y en Madrid callan.