Desde que estoy en el apartado de Local en el periódico y me he despedido -no del todo, eso nunca podría- del deporte mucha gente me pregunta si prefiero estar en el pupitre de mesa durante los partidos o sentarme en la grada. Hay matices, pero yo tengo claro: sentarme con mi padre para ver el fútbol, como hago desde los tres añitos en El Arcángel. Durante todo ese tiempo, yo no pregunté a mi padre por qué tuvimos que ser del Córdoba. Es algo que tengo tan intrínseco que prácticamente nací con esa rutina. Con el paso del tiempo se naturalizó hasta hoy, que sigo siendo aficionado -y abonado- del club. La sensación que se produce a la hora de entrar a un partido yo la traduciría como ganas: ganas de ver a tu equipo, ganas de ver un buen partido, ganas de ganar. Pero todo cambia cuando te desplazas como visitante. Ese día o fin de semana se focaliza en tu equipo y rememoras momentos en una ciudad en la mayoría de los casos extraña, fortaleciendo lazos con familiares o amigos que, finalmente, se convierten en eso, familia. Los más de 1.000 aficionados que estuvieron en Málaga creo que podrían estar de acuerdo con esta columna. El día fue redondo desde el principio: numerosos aficionados al equipo malaguista deseaban suerte a todo aquel que pasaba por allí y nos emplazaban a esta tarde para compartir palabras justo antes de que comenzase el partido. Un duelo con mucho que perder para los locales y mucho que ganar para nosotros. Pero todo cambió con el inicio del choque. El árbitro, sevillano, por cierto, hizo que el Córdoba se quedara con 10 incomprensiblemente en el minuto 55 y anuló un gol al Málaga que, si bien con el reglamento en la mano está bien arbitrado, es de esas acciones que te permite comprobar que el fútbol, hablando mal y pronto, se va a la mierda. Pese a todo, el Málaga fue ganando hasta el descuento con 2-1 y la superioridad numérica, unido al desgaste, hacía ver que el Córdoba no iba a conseguir nada. La afición seguía de pie y animando, aunque sabiendo que estaba difícil. El colegiado decretó 12 minutos de añadido y a partir de ahí todo cambió. Tras una jugada alocada en el área, Rubén Alves realizó un fuerte centro al segundo palo donde Diego Bri se adelantó a los defensas para poner la igualada. Yo recuerdo que miré a mis amigos Pedro e Íker, esperando que el linier levantase el banderín por un fuera de juego que no existía. Total, era imposible que el Córdoba sumase un punto con uno menos desde el 55 e igualando dos veces el partido. Nada, que era imposible. Pero, ¿y si sí? Pues sí. Acabó ocurriendo. A partir de ahí, recuerdo que abracé a Pedro y a Íker, sostuve a mi amiga María para que no se cayera y me fundí también en otro abrazo con ella y mis otros amigos Paco y Adri. Lo que estaba siendo desidia y pesimismo por lo que pudo ser y nunca fue, se convirtió en un éxtasis inimaginable. Con esa convicción de que este año era muy parecido a otros, de que el Córdoba está peleando por subir de objetivo. El poder de creer y, sobre todo, de un gol en el 90.