Todos queríamos cantar y crear en libertad, para pasar de un país en blanco y negro a otro todo de color, que imaginábamos y suponíamos mejor. Después vino el desencanto. En los años ochenta, en mi Sevilla natal, Kiko Veneno era un espejo donde mirarse y concentraba nuestra admiración. Tenía cualidades para todo lo que se podía soñar: creador, rupturista, desafiante y muy callejero. Sí, éramos adolescentes que crecimos y jugamos en la calle. Allí vivíamos. No en mundos virtuales. Entonces tener una guitarra era como empuñar una ametralladora que lanzaba rumbas y blues, a los que acompañábamos de letrillas irreverentes, que no hablaban de amor, sino de un barrio poblado de superhéroes anónimos, que por la mañana repartían el pan y por la noche se atusaban el tupé y se unían a la tribu urbana preferida: mods, rockers, heavys, hipis…