Nacer comenzados

A la poesía le ocurre como al dinosaurio del cuento de Monterroso , que cuando nos despertamos, cuando llegamos de no se sabe dónde a este mundo, ya nos la encontramos aquí. Nacemos comenzados, entramos a escena en una obra que ya tenía una trama en marcha, con personajes que, como nosotros mismos, entran y salen según el capricho del azar, travestido de libertad y otros señuelos. Sin embargo, deberíamos ya haber aprendido —al menos desde hace más de veintitrés siglos, cuando Aristóteles escribió su Poética — que mientras que la historia se ocupa de dar cuenta de lo particular y de lo que, de manera contingente, ha ocurrido , la poesía — más filosófica y elevada —se preocuparía de relatar, y, por tanto, de ofrecer algo de sentido, lo más amplio, lo que podría haber ocurrido , es decir, lo que no llegó a ser, pero que tal vez sí que debería haber sido . Quizás por eso mismo hablamos de justicia poética y no de justicia histórica , porque restaurar el desequilibrio en la balanza pasaría por ajustar cuentas no tanto —o no necesariamente— con lo que aconteció sino, más bien, con aquello que lamentablemente no ocurrió, pero que, sin embargo, sí debió haber sucedido . Más allá de esa almibarada e ingenua mirada, vivir en un universo poético también implica verse enmarañado en una laberíntica red de ficciones que otros han urdido y que nosotros también contribuimos a seguir tejiendo al someternos, sin rechistar, a ellas. Como si la poesía —tantas veces mera y voluble posibilidad — tuviera la misma razón de ser, la misma fuerza, que la inexorable fatalidad de la naturaleza. Más a esa red de mentiras compartidas les pasa como a las telas de araña: si las dejas crecer pueden cubrir toda una estancia, pero basta un manotazo para deshacerlas, saltando por los aires su fingida y solo aparentemente sólida estructura. Y es que, en ocasiones y como cantaba Dylan —otro poeta—, se necesita mucho para reír, pero basta un tren para llorar. En cualquier caso, puede que no corran buenos tiempos para manotazos —precisamente fue el jurista Alf Ross quien dijo aquello de que invocar la Justicia era como dar un golpe sobre la mesa— y que nos contentemos con dejarnos seducir con relatos de terror futurista que nos paralizan de miedo y nos arrastran a abrazar el “virgencita que me quede como estoy”, desactivando cualquier opción de eso que hace un tiempo se llamaba “cambiar las cosas”, gracias al infundido temor de que esas mismas cosas, si se tocan mucho, pueden incluso empeorar. Cada uno en su casa y dios en la de todos. No está de más subrayar que las historias que nos cuentan, y que nos contamos, son la mayor de las veces solo eso, relatos que tratan de conferirle un —casi siempre interesado— sentido al desorden de palabras que conforman el mundo. Justamente por eso, no deberíamos conformarnos con seguir un guion que impone unas reglas que juegan en contra de nosotros, que nos describe contra nuestros propios deseos, que nos azuza a seguir caminos que no queremos, que nos estafa ocultando lo que se esconde detrás del mobiliario de atrezo. Convendría, por tanto, sospechar metódicamente de casi cualquiera de los disimulados cuentos —también el que aquí se trata de camuflar, con este texto— que generosamente nos regalan los mismos que nos asedian. Ya saben, como aquello del Caballo de Troya. Para tan escéptico cometido, y como sucede cuando se pretenden resolver otros tantos delitos y faltas, bastaría con tratar de seguir el rastro del dinero, de la ropa interior o del cañón humeante recién disparado. Nacer comenzados no debería significar que tengamos que someternos, dóciles como el mártir cristiano, a los ineluctables designios de un ignoto destino. Y es que, no digo que sea fácil —todo lo contrario—, pero se podría empezar por detenerse, quedarse quieto, recelar y vislumbrar que lo que hay se parece mucho más al singular y designado beneficio de un claro destinatario —con nombres y apellidos— que, como el Mago de Oz, se oculta para manejar a su antojo la tramoya; y a partir de ahí, pasar página y convencerse de que es urgente comenzar a escribir un nuevo relato compartido. Es decir, lo que hay como algo que podría ser de otra manera . Que, incluso, debería ser de otra manera. Nacer comenzados, en definitiva, no significa nacer ya terminados.