Hubo un tiempo en que la palabra "progreso" sonaba hueca en España. No porque no se pronunciara, sino porque estaba secuestrada. Durante el franquismo, el régimen la repetía como mantra: progreso económico, progreso nacional, progreso moral. Pero aquel progreso tenía fronteras visibles e invisibles. Se avanzaba, sí, pero solo por los carriles autorizados. La modernización convivía con la censura, la industrialización con el silencio político, las carreteras nuevas con caminos clausurados para la libertad. Era un progreso que pedía obediencia a cambio de prosperidad y que medía el éxito en cifras, no en derechos. El discurso oficial era insistente: España se movía hacia adelante. Se levantaban fábricas, crecían las ciudades, se domaban ríos con grandes pantanos. La prensa —también vigilada— mostraba un país en marcha, orgulloso de su desarrollo. Sin embargo, el verdadero pulso social iba por otra vía, más subterránea. Muchas familias solo podían mirar ese progreso desde lejos o desde fuera: millones emigraron a Francia, Alemania o Suiza para buscar el futuro que aquí se prometía, pero no siempre llegaba. En ese contraste, la palabra empezó a cargarse de matices. No bastaba con producir; había que poder elegir. No bastaba con construir; había que participar. Hacia los últimos años del régimen, esa tensión se hizo evidente. Los españoles viajaban más, estudiaban más, escuchaban otras voces. Las ideas cruzaban fronteras, y con ellas cambiaba el sentido del progreso. La sociedad empezó a cuestionar un modelo que construía autopistas pero levantaba muros alrededor del pensamiento. El desarrollo económico, por sí solo, ya no bastaba para convencer. El progreso, se intuía, no podía limitarse a máquinas, obras y estadísticas. Tenía que ver con dignidad, con pluralidad, con la posibilidad de disentir. La palabra, sin necesidad de pancartas, pedía un significado más amplio. La transición democrática fue también una transición semántica. El progreso se mudó de lugar: dejó de residir en los informes oficiales para instalarse en debates parlamentarios, en universidades, en barrios que reclamaban servicios públicos, en periódicos que podían discutir al poder sin miedo. Ganó textura humana. Se llenó de demandas sociales, de aspiraciones colectivas. Dejó de ser sinónimo de orden para convertirse en sinónimo de apertura. El país entendió que modernizarse era más que crecer: era aprender a escuchar, a negociar, a convivir. Hoy, hablar de progreso es hablar de multiplicidad. Tecnología, derechos civiles, bienestar social, igualdad, sostenibilidad, innovación, memoria. Ninguno de esos términos formaba parte del vocabulario oficial durante la dictadura. Ahora, en cambio, la palabra es campo de disputa pública, y eso —aunque incómodo a veces— es una señal saludable. Significa que el progreso ya no se dicta: se discute. Se construye a varias velocidades, desde distintos lugares y con distintas voces. Hoy no siempre sabemos con certeza hacia dónde avanzar, pero al menos decidimos caminar con las luces encendidas. Y eso, por sí mismo, ya es avanzar.