Coser la brecha generacional en lugar de ampliarla

No es necesario crecer a toda velocidad para estar comprometidos con las pensiones. Si el patrimonio de unos no siguiera creciendo desbocado a costa de las vidas de los otros, habría margen de sobra para mantener las prestaciones Hace 75 años, la izquierda y la derecha política llegaron a un acuerdo. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y Occidente estaba colocando las primeras piedras de un nuevo orden que terminó por tener tanto éxito que llegó hasta nuestros días. En el centro de ese pacto había un experimento inédito, casi diríamos que civilizatorio, que consistía en ordenar la sociedad de manera que las personas solo tuvieran que trabajar durante la mitad de su vida. Los occidentales dedicarían los primeros años de su vida a crecer y formarse como trabajadores y los últimos, a descansar. A cambio, cada persona debía entregar, con diligencia y dedicación, varias décadas de su existencia al sistema productivo. Fruto de ese pacto se extendieron la educación y las pensiones, y se desarrollaron los estados modernos como mecanismos para gestionarlos. Tan excepcional era esta idea que, de tener éxito, sería la primera vez, no solo en los 300.000 años de nuestra existencia como especie, sino en la historia completa de la evolución, que una forma de vida se proponía pasar la mitad de su tiempo sin necesidad de ocuparse de sí misma: dependiendo de su comunidad. Hay quien dice que este cambio fue tan trascendental que nos convirtió en una cosa distinta; que de esa mutación nació el Homo Curans , el primer homínido cuyo rasgo principal es cuidar y ser cuidado. Si esa transformación pareció posible, es porque en aquellos años la sociedad creía en una forma de magia. Durante más de 100 años, algunas innovaciones tecnológicas –como la electricidad, el coche, las vacunas o los fertilizantes— habían permitido incrementar la productividad a un ritmo vertiginoso, de manera que cada año y cada década los occidentales eran mucho más ricos que la anterior. Si eso seguía ocurriendo, y nada hacía presagiar que no sería así, sería trivial que los trabajadores del futuro sustentasen no solo sus salarios, sino la educación y la manutención de los niños y las pensiones de los abuelos. Y así ocurrió, durante algunas décadas. Entre 1950 y 1980 la economía de los países europeos creció a una velocidad nunca vista. En el periodo que después se conoció como “los treinta años gloriosos” la vida se transformó. Los electrodomésticos —como las neveras, las lavadoras o los teléfonos—, pasaron de estar presentes en el 5% de los hogares al 90%. En Europa, el número de coches en circulación pasó de 5 a 50 millones y el número de viviendas se multiplicó por 3,3 entre 1946 y 1980 . En unas pocas décadas, se levantó el mundo que conocemos hoy. Pero eso hace mucho que no ocurre. Hace 25 años el crecimiento de la productividad se estancó. Desde entonces, ningún país occidental ha vuelto a crecer a esa velocidad. Y aunque no escucharás a ningún líder político en activo decirlo en voz alta, el consenso de los economistas coincide en que este es un fenómeno global, persistente, y para el que no tenemos solución. Esta desaceleración del crecimiento, que se ha llamado “el enigma de la productividad”, es la raíz de la crisis política contemporánea. Como explicaba hace unos días el columnista estrella del Financial Times, Martin Wolf, “La democracia de sufragio universal fue hija del crecimiento económico moderno o, más precisamente, de nuestra capacidad cada vez mayor para producir los bienes y servicios que la gente desea. El crecimiento fue la base de la democracia. Sigue siendo su base hoy en día.” Al contrario, en ausencia de ese crecimiento, los ciudadanos, que ven quebrarse sus expectativas de progreso, le piden explicaciones a las dos familias políticas que habían firmado aquel acuerdo del siglo XX. La democracia cristiana no tuvo respuesta que darles. Por esa razón los partidos de derecha tradicional han sido devorados en casi todos los países por un populismo atronador que, a falta de soluciones, ofrece un señalamiento claro de unos –supuestos– culpables. Mientras tanto, los partidos tradicionales de la izquierda, intentando evitar esa misma suerte, son como peces en la marisma de un consenso que se está secando y están boqueando por sobrevivir. En ese intento, es frecuente encontrar a sus líderes haciendo piruetas intelectuales para justificar que todo esto no está ocurriendo. Que el mundo no ha cambiado en lo fundamental y que lo que nos ocurre sigue siendo, como siempre, un problema de clase. Si hubiera más redistribución, quieren decir, no habría ningún problema. El artículo de Alberto Garzón del pasado domingo es un buen ejemplo de contorsionismo en este sentido. Un texto que achaca a la “suerte” (me preguntó qué diría el autor si alguien se refiriera a la riqueza hereditaria como una especie de “suerte” que no hay que cuestionar) el hecho de que entre 1950 y 1980 se construyeran y se vendieran a precio de coste el 42% de todas las viviendas que existen hoy en Europa, y que no se haya vuelto a construir porque parte del pacto siempre fue que esas viviendas no perdieran valor. Con el resultado de una generación precaria pagándole la plusvalía (vía alquiler, o por el incremento del precio de las casas) a otra. Con todo, la actitud de esa izquierda que está más comprometida con el pacto de la posguerra que con el presente es comprensible. Porque donde con total seguridad se produce una división es en el electorado de esos partidos, que está dividido entre quienes tuvieron acceso a las ganancias del siglo XX y sus hijos, que se quedaron sin ellas. Pero lo que me cuesta mucho entender es que a los baby boomers les pueda parecer bien esta alianza. Y es que verán, de lo que hablamos quienes decimos que hay una brecha generacional es de la riqueza. Para explicarlo de la manera más gráfica posible, voy a usar unos gráficos de la Reserva Federal americana que tiene una encuesta que muestra muy bien lo que está ocurriendo y que es comparable a la situación de cualquier otro país occidental. Como se puede observar, los millennials y la generación Z (que representan a todos los menores de 45), solo poseen hoy el 10% de la riqueza neta, mientras que los baby boomers poseen el 50%. Pero este no es el problema. El problema es este otro, y es la relación entre esa riqueza y el PIB. Mientras que en 1989 la riqueza era aproximadamente 3,5 veces el PIB, hoy es casi 6 veces. Así que sobre una economía que crece muy despacio, reposa una riqueza que sigue haciendo como si no pasara nada. Hoy, todos, trabajadores y pensionistas, dedicamos mucho más a retribuir la riqueza que hace 40 años. Esta es la causa del declive en las condiciones de vida de los trabajadores: el alquiler propio (o el precio de la hipoteca) y el de los todos los demás . Es el conjunto de toda esa riqueza, que en un 90% está en manos de los mayores de 45 años, la que está ahogando a la sociedad. Pretender que no hay brecha generacional sirve para seguir justificando que suban el precio de las casas y de las acciones, y que se sigan cobrando alquileres y precios de compraventa como si la economía siguiera creciendo a pleno pulmón. Paradójicamente, es esa actitud la que abre una brecha. Una entre quienes todavía se pueden permitir pensar que aquí no pasa nada y que el problema es de los billonarios y los que no, los que viven en la realidad a ras de suelo y no les queda más remedio que enfrentar que este mundo no funciona ya como el del siglo XX. De esto, en realidad, van todas las piruetas de los que niegan que haya una crisis generacional: de ocultar que las circunstancias han cambiado y que no es justo ni de sentido común que una generación siga vendiendo los pisos 10 veces más caros de los que los compraron. Y lo relevante aquí es la tendencia. Esa riqueza no deja de crecer, no sufre altibajos, porque no procede de nada nuevo, no viene del sistema productivo y no genera valor: se debe a la revalorización de las viviendas que compró una parte de la sociedad antes de que los demás tuviéramos edad de comprarlas. Unas viviendas que se revalorizan porque desde entonces no se ha vuelto a construir nada. Si no hay un cambio en la tónica, el mundo se seguirá dividiendo en una sociedad feudal formada por señores rentistas y vasallos inquilinos. Pero no será por mucho tiempo. Hay dos posibilidades. Una es que haya una crisis (es lo que creo que va a pasar) y que de aquí a pocos años tengamos que volver a plantearnos, como en 2011, la sostenibilidad de las cuentas públicas. En muchos países de nuestro entorno este debate ya está instalado. En Francia acaba de caer un gobierno por no tener una respuesta a esta pregunta y en Reino Unido van por el mismo camino. “Sin un crecimiento más rápido”, advierte Wolf, “los políticos de países como el Reino Unido, Francia y muchos otros se enfrentan a una terrible disyuntiva: recortar el gasto que la gente desea, subir los impuestos que la gente siente que no puede pagar o permitir aumentos explosivos de la deuda pública.” La otra es que no haya crisis y el tiempo siga su curso. La brecha que tenemos hoy no es en realidad “generacional”, sino que tiene que ver con la proximidad a ese momento histórico donde se repartió el suelo urbano entre los que estaban. Cuanto más nos alejemos de ese momento, más se concentrará la riqueza y más oposición habrá entre los desposeídos. Hoy están llegando a la mayoría de edad una generación que ya no son hijos de los baby boomers , sino de los genX más jóvenes. En 10 años, más o menos, empezará a tener edad para votar los hijos de los millennials. Ya no quedará ningún director de periódico, casi ningún político tampoco, que sea baby boomer. ¿Quién seguirá defendiendo este reparto de la riqueza? Y si las pensiones se han convertido en un artefacto de parte, y quienes se van a jubilar ven subir su edad de jubilación y descender sus prestaciones, mientras la generación anterior mantiene todos sus derechos, ¿quién defenderá a esos boomers envejecidos? Hace unos años, pasó algo parecido a esto con el rey emérito. Cuando le pillaron cazando elefantes en África, el PP se plegó con el monarca. En lugar de buscar un nuevo consenso sobre la monarquía y nuevas exigencias de transparencia y ejemplaridad a la altura de los tiempos, bloquearon cualquier tipo de debate. La Corona comenzó a asociarse cada vez más con la derecha y hasta el CIS tuvo que dejar de preguntar por el tema, por miedo a que le saliera la respuesta equivocada. Si había una oportunidad de que la monarquía se convirtiera en el símbolo común de una nueva generación en España, Mariano Rajoy, por su propio interés electoral, se encargó de evitarlo. Pero si la izquierda del siglo XX sigue en esta línea, les acabará pasando como a la derecha con el Rey: que de tanto defender lo indefendible, de tanto ir contra la realidad y hacerle luz de gas a los ciudadanos, de tanto insistir en que les creamos más a ellos que a nuestros propios ojos, acabarán convirtiendo las pensiones, que deberían ser un símbolo común de todos, en una institución de parte. Y ya no habrá negociación posible. Se habrán convertido en una (más) de las batallas de nuestro tiempo. Habría otra posibilidad: podría haber un debate honesto, que ponga sobre la mesa todas estas cosas. No es necesario crecer a toda velocidad para estar comprometidos con las pensiones. Si el patrimonio de unos no siguiera creciendo desbocado a costa de las vidas de los otros, habría margen de sobra para mantener las prestaciones. Y es que la única manera de mantener una institución como esta, que representa una parte tan importante del esfuerzo que hacemos los ciudadanos, a lo largo del tiempo, es seguir renovando el acuerdo que las sostiene. La tarea de los que no queremos que haya una ruptura generacional no debería ser negarla, sino arreglarla.