Seix Barral recupera, con traducción de Pere Gimferrer, una de las obras clave de la gran escritora catalana del siglo XX Galder Reguera: “No exijo a un futbolista que tenga un posicionamiento político, pero cuando lo tiene es un poco más héroe” “ Espejo roto es una novela donde todo el mundo se enamora de quien no se tiene que enamorar, y al que le falta el amor busca que se lo den sea como sea, en el espacio de una hora o en el espacio de un momento”. Son palabras de Mercè Rodoreda (Barcelona, 1908 - Girona, 1983) en el prólogo de Espejo roto (1974), una novela, la más extensa que escribió, que para muchos es su obra maestra. Veinte años después de la última edición en castellano, Seix Barral la recupera ahora con la misma traducción de Pere Gimferrer y un nuevo prólogo de Rosa Montero , siguiendo la línea de recuperaciones de autores de la posguerra que ya emprendió con Concha Alós y Luis Martín-Santos , entre otros. En Catalunya, Rodoreda es una institución, y no solo porque lo digan los manuales de literatura; aunque quien más, quien menos ha tenido que leer alguna de sus novelas a lo largo de la enseñanza secundaria , por lo general La plaza del Diamante (1962), Aloma (1938) o esta misma, Espejo roto . Con ella es difícil seleccionar solo una obra maestra, pues su nivel de autoexigencia era tan alto, y las formas en las que concretó su pulso literario evolucionaron tanto con el paso de los años, que cada lector puede tener su preferida. A las mencionadas, además, hay que sumarles su obra póstuma, La muerte y la primavera (1986), una novela gótica que se desmarca del realismo urbano y que hasta hace poco era la gran incomprendida de su corpus literario (para la edición en castellano, de Club Editor, se encargó un posfacio a Mariana Enriquez , para que se hagan una idea). La aventura de leer Espejo roto comienza antes del primer capítulo de la novela, gracias a un prólogo firmado por la propia autora que vale más que cualquier clase de escritura creativa. Es un texto insólito en el que Rodoreda reflexiona sobre la gestación del libro y de todo su proyecto narrativo en conjunto; un acceso privilegiado al taller de trabajo de una novelista que, como Gustave Flaubert, buscó siempre le mot juste y no bajó el listón jamás. La escritura de Espejo roto comenzó en el exilio: en enero de 1939, la autora, junto con otros intelectuales catalanes, huyó a Francia. Todavía no era la escritora de prestigio en la que se acabaría convirtiendo, pero ya había publicado cinco novelas —al final renegó de su obra de juventud, con la excepción de Aloma , que, eso sí, reescribió a conciencia—, realizaba trabajos periodísticos y estaba bien integrada en la esfera literaria catalana. En el exilio, pasó por muchas dificultades económicas, trabajó como costurera y durante un tiempo no pudo escribir más que unos cuentos, aunque la ambición nunca la abandonó. La escritora Mercè Rodoreda pronuncia el pregón de las Fiestas de la Mercè en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona, en 1980 El exilio, que se prolongó hasta 1972, fue compartido, durante los primeros años, con el poeta y crítico Armand Obiols, pseudónimo de Joan Prat (Sabadell, 1904 - Viena, 1971) , su compañero y el gran amor de su vida, que además actuaba como su primer lector y la espoleaba a seguir creciendo como narradora. Él estaba casado, sin embargo, y tenía una hija, que se había quedado con la madre en Catalunya. Esa circunstancia causó no pocos quebraderos de cabeza a Rodoreda, que llegó a tocar fondo. De hecho, las últimas investigaciones sugieren que pensó en el suicidio. Sobre esta relación, Eva Comas-Arnal, especialista en la autora, ha escrito la novela Mercè i Joan (Premi Proa 2024). A finales de los años cincuenta, Rodoreda retomó la escritura de novelas, presentó algún manuscrito a premios catalanes —sin mucho éxito— y, reescrituras mediante, poco a poco logró volver a situarse en la escena literaria, esta vez con una nueva dimensión. Durante un tiempo, compaginó la escritura de La plaza del Diamante y Espejo roto , que tardaron más de lo previsto en ver la luz, por lo que las revisó y pulió a fondo. Con Espejo roto quería hacer una novela con muchos personajes y un gran jardín (ella misma, que había crecido amando las flores —elemento clave de su obra— por influjo de su abuelo, llegó a cultivar el suyo en Romanyà de la Selva , la localidad gerundense donde se instaló a su regreso). La decadencia de la burguesía catalana Entre los muchos (e insignes) admiradores de su obra, se halla Gabriel García Márquez , de quien se dice que llegó a aprender catalán para poder leerla en versión original. Si se compara Espejo roto con Cien años de soledad (1967) , de hecho, se entrevén afinidades entre ambos: sagas familiares, importante carga simbólica, voz de diferentes estratos sociales y, sobre todo, sentido de la decadencia. Espejo roto narra el auge y la caída de la familia Valldaura, paradigma de la burguesía catalana, desde principios del siglo XX hasta el final de la Guerra Civil española. Todo comienza cuando Teresa Goday, la hija de una pescadera, se casa en segundas nupcias con el terrateniente Salvador Valldaura. La seductora Teresa siempre supo que estaba destinada a algo más, algo mejor que ayudar a su madre a limpiar pescado en el Mercat de la Boqueria; pero su futuro, y con ella el de sus descendientes, está marcado por la fatalidad. Rodoreda trenza una novela oscura, por momentos asfixiante, que combina la narración en tercera persona con el monólogo de diferentes personajes, con ese dominio prodigioso del estilo indirecto libre para mirar el mundo interior, tan lleno de sombras. Además de Teresa Goday, merece una mención especial Armanda, una de las criadas que permanece con la familia durante más tiempo, que protagoniza varias escenas emblemáticas y fue interpretada, en la serie homónima de Josep Maria Benet i Jornet de 2001, por Emma Vilarasau . El espejo –o, mejor, los espejos, espejos que les devuelven su imagen, pero que también están imbuidos de un efecto ilusorio, distorsionado– es un elemento simbólico crucial en diferentes escenas de la novela; pero no el único: como en toda su obra, Rodoreda se prodiga en los que tienen que ver con la naturaleza, como el jardín y los diferentes tipos de árboles y flores , asociados a los personajes y al estado en el que se encuentran sus relaciones. Hay una mirada al espacio y la decoración, el caserón y sus interiores, que, como la familia y el devenir histórico, van perdiendo lustre, con la aparición de las ratas como colofón. Los personajes, sobre todo los femeninos, son otro de sus puntos fuertes, de Espejo roto y de toda su narrativa (inolvidables las protagonistas de Aloma , La plaza del Diamante y la injustamente infravalorada La calle de las Camelias ). Mujeres como Teresa Goday, erigida en dama de la alta sociedad, la mujer bella y maldita, con la “mancha” del origen y un devenir desdichado; su hija, Sofía, de carácter más frío, tan diferente a la madre, y que representa la nueva generación de ricos; Armanda, sirvienta que entra a trabajar siendo muy joven y acaba como confidente de la señora, una compañera leal y generosa, una guardiana de secretos. En algunos capítulos, el servicio conforma un coro poético que permite a la autora retratar el paso del tiempo y el declive progresivo de la familia. Novela de soledades en un caserón lleno de gente, de hostilidad familiar, de pasiones e intereses mundanos, de contrastes entre lo alto y lo bajo, entre la naturaleza indomable y la decrepitud de la creación humana, de la especie humana misma. Novela psicológica, reflexión sobre el paso del tiempo, la pérdida del paraíso perdido que en realidad nunca fue; radiografía de la caída de un universo, de un sueño que el ser humano echó a perder con sus instintos más bajos. Novela de auge y de caída, de juventud y vejez, de amos y criados, de muerte y resiliencia, de impostura y pureza, de corrupción e inocencia. Si existen las obras que merezcan el calificativo de “redondas”, esta es una de ellas. Mercè Rodoreda, un pozo sin fondo Mercè Rodoreda juega en la liga de los titanes, como sus admirados Thomas Mann , Marcel Proust , Virginia Woolf o Rosa Chacel . Como ellos, fue una renovadora de la literatura catalana, de la literatura europea en general. Su obra de madurez, la que la elevó al panteón, vio la luz en la que puede denominarse época dorada de las letras catalanas durante el franquismo: a partir de finales de los años cincuenta, una tímida apertura cultural permitió la publicación en catalán, que había estado prohibida. Se crearon premios literarios, y diversos autores que se habían pasado al castellano o vivían en el exilio volvieron a publicar en su lengua materna. Mercè Rodoreda juega en la liga de los titanes, como sus admirados Thomas Mann, Marcel Proust, Virginia Woolf o Rosa Chacel. Como ellos, fue una renovadora de la literatura En pocos años, vieron la luz obras tan fundamentales para la cultura catalana como Incierta gloria (1956), de Joan Sales –que, además, como fundador del sello Club Editor, era el editor de Rodoreda y otros muchos autores de renombre–; K. L. Reich (1963); el imprescindible testimonio de los campos de concentración nazis de Joaquim Amat-Piniella; Bearn o La sala de las muñecas (1961), de Llorenç Villalonga; el Libro de caballerías (1957) y Las historias naturales (1960), de Joan Perucho, representante ineludible del género fantástico catalán; diversos volúmenes de cuentos del maestro de las distancias cortas Pere Calders; y la ya mencionada La plaza del Diamante (1962), la primera de las grandes novelas rodoredianas, que no ganó el Premio Sant Jordi, al que había enviado el manuscrito – Josep Pla , miembro del jurado, la consideró demasiado “cursi”–, pero con el tiempo ha prevalecido como un clásico trascendental. Y la mejor noticia es que Rodoreda no solo no termina ahí, sino que, escritora terca e insaciable, continuó creciendo, continuó expandiendo su mapa. Espejo roto la vuelve a mostrar en plenitud con una saga familiar hipnótica, asfixiante y cautivadora, con unos personajes difíciles de olvidar y unas escenas de tal evocación lírica que dejan huella en la memoria. Oscura, porque no cabe otra forma honesta de escribir desde el desgarro de la guerra, desde la distancia de la familia –había dejado en Barcelona a su madre y a su hijo, fruto de un desdichado matrimonio de juventud con un primo de la familia, el “indiano retornado”, un episodio al que ella no hacía alusión y del que se ha ido revelando información en los últimos años–, escribir desde el desamor, desde la realidad de una Europa ilustrada que dio fruto, sin embargo, el más terrible horror humano. El mundo que Rodoreda conoció no era amable; tampoco su literatura lo es, por mucho que las flores o la descripción de la feminidad se hayan tachado a veces de sensibleras. Todo integra un paisaje mítico que se va apagando, reflejo del espíritu de unos tiempos, de un sentir de la existencia humana. En sus cartas desde el exilio , mientras bregaba por volver a escribir y a publicar, se definía como una “bestia literaria” que volvería al ruedo haciendo una “entrada de caballo siciliano”. “No habrá quien me pare”, aseguraba, y tenía razón. Y no solo escribía: en aquel tiempo también comenzó a pintar . Hace muchos años que se la estudia en las universidades y que cuenta con numerosos lectores asiduos, pero, en muchos sentidos, Rodoreda sigue siendo un pozo sin fondo, una caja de secretos que nunca se termina de descifrar. O, mejor, un cofre del tesoro del que no cesan los nuevos hallazgos, las nuevas lecturas a la luz del presente, de la mirada fresca de los jóvenes. Ahora le llega el turno a la edición en castellano de esta novela familiar espléndida, esta “batalla que no pueden saber si es de amor o si es de odio”. Lo que en sus páginas es “felicidad perdida” será “felicidad encontrada” para el lector.