Utilitarismo

Thorndike habla de un experimento hecho en 1934, en el que se pedía a voluntarios, unos empleados y otros no, por qué cifra mínima harían algo desagradable o sufrirían cierto daño. 51 cuestiones variadas, que iban desde estar un año sin probar el azúcar, el tabaco, el alcohol y la cafeína, a comerse un gusano vivo de quince centímetros, escupir en un crucifijo, dejarse arrancar un incisivo superior o comerse 115 gramos de carne humana cocinada, tanto a escondidas (36) como anunciándolo en la primera página de un periódico de Nueva York (37). La gente con empleo pedía verdaderas barbaridades. La gente sin empleo sopesaba seriamente la ganancia. Si han leído Los Miserables recientemente, recordarán que Fantina vendía los incisivos por un napoleón de oro cada uno. La gente que no lo necesita deja de hacer las cosas que no la hacen feliz, y la que sí lo necesita va poniéndole precio a las cosas, según su necesidad y su cabeza. Los hay que pagan por hacer lo que otros sólo harían cobrando, pero en general, a partir de ciertos niveles de incomodidad, somos como un cacharrito de Falgas, que para que se mueva hay que echarle una moneda. Esta cosa utilitarista -¿me vale más el dinero que el daño?- la usan los políticos para tragarse su sapo diario y seguir gobernando, las actrices de Onlyfans, los carteristas que debaten en el pasillo del juzgado, las familias que comparamos precios y nutriescores y los seguidores de Jeremy Bentham, que dio con algunas teclas, aunque también dispuso, y le hicieron caso, que a su esqueleto le pusieran una réplica de cera de su cabeza, lo vistieran y lo expusieran en su universidad. Allí sigue.