Da para largo, es aquello del terruño y de que la tierra duele. Entre otras cosas, porque en estas penosas vicisitudes, las del dolor, concurre demasiada competencia. Y también porque con las patrias ocurre lo mismo muchas veces que con las sutilezas agrodeportivas: que te lían por una cuestión entrañable y acabas por romperle el lomo con un bate de béisbol al hijo del vecino. La tierra, cuando duele, se convierte en una estación sentimental. Lo cual siempre resulta sospechoso. Sobre todo, si la cosa viene mal dada y acaba transformándose en literatura. De esta conjunción, el dolor de la tierra y los libros, surgen, por lo general, verdaderos descalabros y sucesos abominables. Y luego está Sándor Márai y ese reducido y sufrido sanedrín de grandes escritores – la mayoría de culturas históricamente machacadas y fragmentadas, es decir, del Este- que hacen de la tierra un asunto serio y casi orgánico en su depurada metafísica. El cuerpo de un tiempo y de un espacio que se esfumó y que únicamente existe en el resplandor de las propias letras.