Dana, los siete fallos del Gobierno
Un año después de la dana que devastó la Comunidad Valenciana, el balance político y moral de aquella tragedia sigue siendo una herida abierta en el Estado. Con 229 muertos y decenas de municipios arrasados, la catástrofe del 29 de octubre de 2024 no fue un episodio meteorológico excepcional, sino una emergencia nacional en toda regla. Así lo afirmó desde el primer momento este periódico, y así lo confirman los hechos. Sin embargo, el Gobierno de Pedro Sánchez eligió no actuar como Estado, sino como espectador. La inacción fue una decisión política, y la ausencia de rendición de cuentas hasta hoy, una prolongación calculada de esa decisión. En la Comunidad Valenciana, parte de las responsabilidades políticas ya se han hecho valer. La dimisión de Carlos Mazón esta semana, un año después de los graves errores de juicio cometidos el día del suceso, cierra un ciclo de responsabilidad autonómica que comenzó con la salida de la entonces consejera de Interior, Salomé Pradas, cesada semanas después de la tragedia. Acciones judiciales al margen, ambos han respondido políticamente ante la magnitud de los hechos. El Gobierno central, en cambio, sigue sin hacerlo. Ni ha reconocido errores ni ha explicado su inacción ni ha asumido su cuota de responsabilidad ante el fracaso colectivo del sistema de protección civil. Los siete frentes abiertos por el Ejecutivo central son hoy un inventario de negligencias. El primero, la Confederación Hidrográfica del Júcar, cuya actuación el día de la dana fue, en el mejor de los casos, insuficiente. Prometió instalar caudalímetros tras la tragedia; un año después, siguen sin colocarse. El segundo, la Aemet, cuyos avisos resultaron confusos y tardíos. Hubo alertas que se discutían una hora y media antes de ser emitidas. En una tragedia así, el tiempo no se mide en horas: se mide en vidas. El tercer punto es el de las obras de mitigación. La falta de actuación en el barranco del Poyo fue una omisión clamorosa. El proyecto estaba redactado y presupuestado, pero no se ejecutó. El socialista Ximo Puig, entonces presidente autonómico, tenía la competencia y la obligación de impulsarlo. Hoy critica desde los platós de TV lo que no hizo desde el despacho. El cuarto punto es el más grave: la no declaración de la emergencia nacional. La Ley de Protección Civil otorga al Ministerio del Interior la potestad de hacerlo 'motu proprio'. No era necesaria ninguna petición del Consell. La magnitud de la tragedia lo exigía, pero Sánchez prefirió ampararse en un tecnicismo y pronunciar aquella frase que ya es símbolo del abandono: «Si necesitan más recursos, que los pidan». El quinto punto es la falta de coordinación. El general Gan Pampols lo resumió así: «Quien debía coordinar, no lo hizo». No hubo mando único ni comisión mixta ni voluntad de articular un sistema común de respuesta. Cada administración operó en solitario, y el Estado abdicó de su papel vertebrador. El sexto, la reconstrucción, que se convirtió en otro ejemplo de burocracia paralizante: de los 1.745 millones movilizados por el Gobierno, apenas un 23 por ciento está tramitado. Los ayuntamientos no pueden ejecutar las obras, los fondos corren el riesgo de tener que devolverse con intereses y los vecinos siguen viviendo entre el barro y la resignación. El séptimo punto, el más revelador, concierne a la Seguridad Nacional. La noche de la dana, Moncloa improvisó un supuesto «comité de crisis» en el búnker presidencial, sin actas, sin técnicos y sin la directora del Departamento de Seguridad Nacional. Se dejó fuera al CNI y al Jemad, y se optó por una reunión sólo política presidida por Montero. Ni el Consejo de Seguridad Nacional ni el Comité de Situación fueron convocados. La ley se ignoró deliberadamente para evitar controles y responsabilidades. Aquella noche, en el corazón del Estado, se sustituyó la gestión de la emergencia por una representación teatral. El resultado fue una parálisis institucional que prolongó el sufrimiento de las víctimas y dejó en evidencia la fragilidad de la gobernanza española ante catástrofes de esta magnitud. Mientras las comunidades asumen las dimisiones y los errores, el Gobierno central se protege tras la niebla de los procedimientos. El caso valenciano no es ya un episodio de meteorología extrema: es un espejo del deterioro del Estado en su capacidad de respuesta y en su cultura de rendición de cuentas. ABC lo dijo entonces y lo repite hoy, un año después: la dana fue una emergencia nacional, y la negativa del Gobierno a declararla fue una abdicación del Estado. Las dimisiones autonómicas no pueden ocultar la ausencia de responsabilidad política en el nivel donde más falta hace. La España institucional no puede seguir viviendo de simulacros. Porque cuando el poder se convierte en un ejercicio de propaganda, lo que muere no es solo la eficacia del Estado: muere su autoridad moral.